La Real Academia de la Lengua Española (RAE) define interregno, como el espacio de tiempo en que un Estado no tiene soberano. En 1930, el intelectual comunista Antonio Gramsci, encarcelado por el fascismo italiano, aplicó ese concepto, entendido por extensión como un periodo entre dos fenómenos o procesos contradictorios, en una de sus frases más conocidas acerca de la crisis, en sus Cuadernos de la Cárcel escribió: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados»[1]
De aquella frase existe una versión popular o apócrifa: «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». Esa frase, tanto en su versión original como en la más extendida, surge en un momento de crisis orgánica del capitalismo, tras la debacle bursátil de 1929; una crisis económica y social que fue también política, de las democracias liberales y del orden internacional de posguerra.
Para Gramsci, esa etapa constituía un «interregno» que mostraba tanto el agotamiento de las estructuras vigentes, como la incapacidad de las clases dominantes para dar respuesta a las contradicciones , dando paso a nuevas formas de cesarismo, al fascismo, al militarismo y a la guerra.
Para el pensador italiano, partiendo del contexto histórico de entreguerras, la crisis era sobre todo de autoridad, motivada por el desgaste del consenso, por lo cual las clases dirigentes ya no podrían seguir ejerciendo su dominio a través del consentimiento y se veían obligadas a recurrir a la coerción (represión).
Lo que caracteriza el interregno es la imposibilidad de resolver esa crisis recurriendo solo a la coerción, o de retornar a consensos que ya dejaron de existir, al tiempo que no aparecen aún actores o proyectos con capacidad de ganar amplia aceptación y legitimidad. Los «síntomas mórbidos» en la sociedad, emanan así de un viejo orden en descomposición: violencia política abierta y ascenso del extremismo.
Aunque la historia no suele repetirse sino como comedia o farsa, cuando el primer cuarto de este siglo XXI se agota, parece inevitable trazar una equivalencia cercana a aquella conflictiva y crítica etapa de la humanidad.
Hace pocas semanas tuvo lugar en Madrid, un encuentro mundial de lo más atrasado de la política, con un énfasis especial en lo que dieron en llamar Iberoamérica, pero no limitado a esta.
Aquella convocatoria pretendió ser el pistoletazo de salida a una suerte de internacional de extrema derecha, que con un sentido causal, arrastraba tras de sí fuerzas conservadoras que no pivotaban hasta ahora en los entornos del neofascismo.
El llamado estuvo a cargo de VOX, su líder Abascal y el extremismo de derecha ultraconservador, negacionista e integrista en lo político y social, y salvajemente neoliberal en su perfil económico; generó la vergüenza de Europa, de España, y el repudio de los pueblos del mundo.
El encuentro fue, a la vez, una muestra del nivel de desarrollo de la ideología extremista de una burguesía mundial desesperada ante la crisis del modelo de dominación, en un mundo en abiertas disputas inter-hegemónicas por mantener un insostenible estado de cosas mundial.
El interregno gramsciano nos coloca hoy ante la realidad del agotamiento de los modelos de dominación utilizados a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado y este primer cuarto de centuria; desde las dictaduras de corte militar o cívico-militar, que impusieron a sangre y fuego el neoliberalismo primigenio, hasta las llamadas experiencias “progresistas” -vendidas en muchos casos por algunas izquierdas con la falsa y maniquea definición de “experiencias post-neoliberales”. ¡Como si se hubiese en algún momento superado, o siquiera intentado superar el modelo!
Con respecto a ese llamado “ciclo progresista”[2] en diferentes momentos fueron evidenciando su incapacidad para mantener el consenso necesario, funcional a las necesidades capitalistas de estabilización, en las sociedades donde regían, a partir de una suerte de disciplinamiento consciente, que pospusiera un inevitable choque de clases. Lo vimos desde Argentina hasta El Salvador, desde Ecuador hasta Brasil y Uruguay, desde Honduras hasta Chile.
Hoy solo queda de esas experiencias la Cuarta Transformación obradorista, enfrentada al veredicto popular en unas elecciones generales masivas, donde se juega mucho más que un puesto presidencial y el humanismo de tintes ecologistas del colombiano Petro, bajo asedio. golpista de quienes, en realidad, nunca se terminaron de alejar del todo del poder formal o temporal, y jamás abandonaron o concedieron el poder real.
Todos aquellos procesos chocaron con una realidad tozuda: el capitalismo es irreformable, no es humanizable, porque es la expresión más salvaje de la explotación humana, dotada – eso sí- de la sofisticación moderna de las nuevas tecnologías.
En cualquier caso, la incapacidad objetiva de ofrecer a los millones de hombres y mujeres que conforman los más, los anónimos hijos e hijas de los pueblos, un futuro distinto al de ser víctimas de las batallas inter-burguesas por nuevos mercados, nuevas estrategias geopolíticas, financiarización y transnacionalización de grandes capitales concentrados, y multiplicación de la pobreza, dio paso no solo a pueblos desencantados de aquellas experiencias, sino con un estado anímico susceptible a ser manipulados por esa tendencia neofascista creciente que se va extendiendo como una mancha por el continente.
Podríamos encontrar relativas equivalencias contemporáneas a aquel crack del 29 en la crisis de las hipotecas sub-prime de 2008, que evidenció ser estructural y que, junto con la pandemia de 2020 conmovieron las entrañas y cimientos del sistema capitalista mundial. Aquellas crisis siguen vigentes no solo en los países centrales sino muy en especial en la periferia.
En este periodo se observa la erosión y fragmentación de los sistemas de partidos dominantes, y el éxito electoral de personajes advenedizos, que sacan ventaja de aquel escenario de desafección, con el ascenso de fuerzas de extrema derecha, aún en países que parecían inmunizados por previas experiencias autoritarias.
En ese escenario, aparecen personajes como Trump y Bolsonaro, Noboa, Bukele, Milei, entre otros. Estos últimos, expresiones coincidentes del modelo, aunque divergentes en algunas de sus formas. Pero las formas no pueden hacernos olvidar que, aunque el presidente de El Salvador se cuidó de no darse una vuelta por Madrid, tampoco debemos olvidar que tanto Milei como Bukele fueron invitados de honor en el reducto fascistoide de Trump y su conferencia mundial conservadora.
Hoy, estos personajes siniestros de la política se vuelven a reunir, y la ocasión habla por sí misma. El presidente argentino, llega a San Salvador para convalidar una usurpación del poder.
Si algo está demostrando Milei en su accionar político en su país es la absoluta falta de respeto a las instituciones, a la Constitución, y las leyes. Actúa en ese sentido como un delincuente que extorsiona para conseguir lo que quiere, sea esto poder político, poniendo el poder legislativo a su servicio, o para obtener ventajas de orden económico. Nada muy distinto al del caso salvadoreño, donde el autócrata exhibe un nivel absoluto de control sobre todos los órganos de Estado, una vez aplastado el Estado de Derecho y reducida la Constitución a un panfleto irrelevante
Este 1 de junio materializará su ilegal toma de posesión, en la cual habrá gobiernos que avalarán con su presencia el primer acto de usurpación, uno que ilegitima toda el accionar gubernamental desde ese momento, y deja a los funcionarios que colaboren con el usurpador en la misma situación de ilegalidad.
Si algo hay que agregar a la tragedia de países como El Salvador y Argentina es que se da en lugares con una larga tradición de lucha y resistencia. Sin embargo, las experiencias reformistas, tibias y claramente orientadas a la continuidad sistémica, tienen hoy estas consecuencias, pueblos con luchas fragmentarias, con escaso nivel de unidad e inclinados a aceptar lo que sea, si viene del personaje autoritario que promete lo que jamás cumplirá: dice combatir corrupción y nepotismo y se convierte rápidamente en el más corrupto, mientras la gestión del Estado recae casi exclusivamente en un clan familiar.
Estos «síntomas morbosos o mórbidos», retomando la frase de Gramsci, se observan a cada paso. Los pueblos sufren y resisten, pero se enfrentan a la ardua tarea de acumular fuerzas y construir unidad hasta lograr hacer fracasar el último recurso de las clases dominantes, el neofascismo y el extremismo reaccionario.
Penetrar esa poderosa barrera no será fácil, pero es la tarea necesaria. De no hacerlo, el envalentonamiento de esos clanes con poder se acrecentará, y recurrirán con mayor entusiasmo que hasta hoy a la violencia reaccionaria, expresada en represión estatal, mayor persecución a la prensa, crecientes violaciones a los DDHH y persecución política mediante el sistema judicial (Lawfare).
En el caso del anfitrión de personajes tan nefastos como Javier Milei, su accionar y el de sus equipos de trabajo muestran lo que pueden hacer aquellos que ayer se escudaban en su “popularidad” y hoy se dedican a combatir a los pobres como forma de terminar con la pobreza.
Las atrocidades vistas en los decomisos de humildísimos trabajadores informales a quienes se les roba la mercancía sin miramientos, o los continuos ataques a la cultura nacional, a la historia del país, como lo sucedido en el Palacio Nacional y sus alrededores, a lo que se suma la eliminación del mural de Monseñor Romero en el aeropuerto que lleva su nombre, los pinta de cuerpo entero.
Roban dinero de las arcas públicas, endeudan al Estado a discreción, pero las obras jamás se ven, se persigue a jóvenes estudiantes por sostener una riña a las afueras de un colegio, se les exhibe y amenaza con cárcel, mientras se pretende ocultar y perseguir a quien informe de actos sumamente cuestionables por funcionarios públicos de alto nivel en la BINAES.
Ante estas y tantas otras actitudes es evidente que lo viejo representado en este régimen brutal deberá caer, pero es lo nuevo lo que aún queda pendiente, no solo en El Salvador, como tarea histórica de los pueblos para lograr que ese interregno se cierre con el surgimiento pujante de la fuerza de las masas movilizadas y organizadas, para que lo nuevo desplace definitivamente a lo viejo, y aquellos “monstruos” de que habla la versión popular del asunto, por fin desaparezcan para ser reemplazados por la felicidad colectiva del pueblo.
[1] A. Gramsci: Cuadernos de la cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, vol. 2, Era, Ciudad de México, 1999, p. 37.
[2] Exceptuando la irrupción de los escasos modelos triunfantes de corte revolucionario (Venezuela y Bolivia, que se sumaron a los procesos del mismo tipo, aunque de diferente origen en cuanto al método de acceso al poder, de Cuba y Nicaragua)