En El Salvador hay un país real, de calles abandonadas por el Estado, donde a duras penas los vehículos pueden transitar por culpa de auténticos cráteres que afectan el camino; vías intransitables para peatones, con acumulación de agua en invierno o de polvo en verano. Un país de carreteras que día a día generan mortales accidentes por falta de mantenimiento, ausencia de iluminación o pésima señalización.
Hay un país real cuya Inversión Extranjera Directa (IED) figura entre las más bajas del continente a lo largo del quinquenio a punto de culminar. Con solo un 44%, la cifra representa menos de la mitad que el registrado en el periodo presidencial anterior.
Si se revisa el flujo neto de IED por trimestres de la actual administración (de julio-septiembre de 2019 a julio-septiembre de 2023, último dato disponible) y se compara con igual periodo del gobierno anterior (últimos 17 trimestres), a cargo del FMLN, se constata que la Inversión Extranjera Directa pasó de $2,825.66 millones en el periodo efemelenista a solo $1,247.28 millones en la actual gestión.
Ese es el país real, con la educación y la salud abandonada por el Estado, con la mayor proporción de presos por habitante del continente, según datos de la organización británica World Prison Brief. superando por tres la tasa de encarcelamiento de EEUU. Esto significa que El Salvador ha encarcelado al 1,6% de sus 6,3 millones de ciudadanos.
Si sumamos la abierta política de violación de derechos, tanto humanos como civiles y políticos, tenemos una buena aproximación a la tan cacareada seguridad que pretende vender al mundo el presidente salvadoreño y que, por cierto, compran sin regateos los derechistas más salvajes del continente, desde Milei hasta los desplazados uribistas y bolsonaristas, pasando por la extrema derecha mexicana o chilena.
Ese país real, dominado a fuerza de represión, de encarcelamientos masivos, de militarización del territorio nacional como forma de control social sobre la población, de manipulación de las leyes y el sistema de justicia puestos al servicio de la burguesía emergente, que se adueñó del poder desde su acceso al gobierno en 2019, pretende atraer inversión con falsa propaganda y fracasa escandalosamente.
Si en El Salvador se sigue irrespetando la Constitución y las leyes no es de esperar que mejore la inversión extranjera. No existe mayor inseguridad jurídica que la expresada desde el 1 de mayo de 2021, cuando se consolida el poder en manos exclusivas del Ejecutivo a partir de un golpe de Estado legislativo.
El reflejo económico de aquel golpe se encuentra en las cifras oficiales. Según el Banco Central de Reserva (BCR), la IED en los dos primeros trimestres del año 2021 fue de $413.89 millones. Sin embargo, en los últimos seis meses de ese año la IED fue negativa, de -$99.42 millones. Y el primer trimestre de 2022 fue catastrófico, llegando a -$226.32 millones.
En este aspecto, economistas salvadoreños coinciden en advertir que es la seguridad jurídica y no la seguridad física la que más valora el inversionista “Incluso cuando había una guerra se seguía registrando inversión. […] La desconfianza en que no habrá un ente que pueda ser neutral para dirimir conflictos entre empresa y Gobierno espanta cualquier inversión”, afirma en este sentido el economista Luis Membreño.
Finalmente, es necesario recordar los altísimos niveles de endeudamiento del país en el último quinquenio, sin que esto se vea reflejado en absoluto en obras públicas o políticas públicas en beneficio de las mayorías, creación o promoción de empleo, apoyo a sectores vulnerables, etc., etc.
La natural consecuencia de este endeudamiento sin respaldo alguno, además de las altas tasas que El Salvador debe pagar por sus créditos, es la desconfianza del mundo de las finanzas internacionales hacia el país, elevando así la tasa de riesgo. Este indicador también impacta en la inversión extranjera, porque “la elevación del riesgo país eleva (también) la tasa de rentabilidad que los inversionistas esperan (por asumir más riesgo), por eso los proyectos resultan no viables”, algo que podría influir en la decisión de no invertir en el país, señala el economista y exvicepresidente del BCR, Otto Boris Rodríguez.
Ese país real, es un país de hambre y desesperanza para amplios y crecientes porcentajes de población, sobre todo en el ámbito rural, abandonado a su suerte por un gobierno insensible e incapaz de siquiera considerar medidas que favorezcan la producción familiar local, comprometido como está con corporaciones multinacionales interesadas en que El Salvador siga siendo un país poco productivo, importador de productos esenciales para la vida de su pueblo.
El montaje de los farsantes
Y luego está el país del régimen y sus farsantes profesionales, encargados de distraer, mentir, manipular, ejercer presiones de todo tipo sobre la población y montar campañas mediáticas multimillonarias, para que en el exterior los incautos crean que el país de apariencias es el país real.
Ese país de mentiras y montajes se dedica a la distracción sistemática, al circo a falta de pan. Pero no solo se trata de un país inexistente. Es también un país donde sus dueños tienen miedo al pueblo y lo demuestran con sus acciones.
Tienen miedo a un pueblo al que matan de hambre y desesperanza; al que subestiman y consideran no solo manipulable sino incapaz de descubrir sus mentiras y falsedades. Un pueblo cuya inteligencia insultan cada vez que abren la boca, emiten una provocación en redes sociales, o usan descaradamente los medios oficiales para reírse en la cara de sus propios votantes. Inculcan, explotan y abusan de un discurso de odio que les dio resultado en el pasado. Llevan hasta las últimas consecuencias la premisa del divide y vencerás.
Pero, a pesar de todo tienen, como hemos afirmado, un miedo profundo a ese mismo pueblo al que desprecian. Saben de su experiencia de lucha, de su capacidad de sacrificio, de su paciencia larga pero limitada. Por eso les resulta imprescindible evitar que las tradiciones de lucha se pongan de manifiesto, que la memoria histórica combativa y de victoria, transite de una generación a otra.
Es la razón por la cual destruyen monumentos que recuerdan las luchas y, como hicieran los fascistas europeos del pasado, se ensañan con los símbolos. Asi sucedió no hace mucho con el despreciable acto de destrucción del busto del Comandante Che Guevara en Chalchuapa.
Esta semana han avanzado sobre otro objetivo, eliminar cualquier vestigio que recuerde el proceso de paz, los acuerdos de 1992 -de los cuales el próximo 16 de enero se cumplirán 32 años-, y los símbolos que pudieran invocarlos. Esta vez fue un complejo monumental dedicado a la reconciliación. No fue atacado por su aspecto artístico-estético. Se trata de una acción simbólica que vuelve a repetirnos con descaro: “Tenemos el poder y hacemos con él lo que nos plazca”. No reparan calles en estado desastroso, ni construyen hospitales o escuelas, tan necesitadas por la población, pero sus cuadrillas destruyen lo hecho por quienes los antecedieron.
En aquella arrogancia se esconde el temor y la desconfianza hacia el pueblo y su memoria. Su acto de aparente fortaleza solo subraya su debilidad, no solo moral sino política. Se saben derrotados en varios frentes. El primero, sin duda, en haber sido incapaces de cumplir la tarea número uno de su plan de operaciones desde su llegada al gobierno: la eliminación del FMLN como fuerza política relevante en El Salvador. Fueron incapaces de hacerlo a lo largo del quinquenio, como otros lo fueron a lo largo de muchas operaciones en tiempos de guerra y de posguerra.
Hoy se enfrentan a una fuerza consolidada en el territorio nacional, que capitaliza dos elementos esenciales, el reproche popular contra un gobierno como el actual, que ha engañado prometiendo cosas que jamás tuvo intención de cumplir; y en segundo lugar, la creciente conciencia ciudadana de que aún con los errores que todos cometemos, no ha habido en la historia gobiernos que hayan impulsado transformaciones sociales profundas en El Salvador como los del FMLN.
Ese fracaso del régimen actual es estratégico, porque como lo hemos venido afirmando en más de una ocasión, sin la desaparición del FMLN es imposible lograr el segundo objetivo con que este sector de la burguesía emergente llegó al gobierno. No habrá estabilización capitalista posible, no habrá reestructuración neoliberal sin revertir todos los avances sociales producidos, sobre todo a partir de las gestiones de gobiernos de izquierda.
Sin quitar del tablero político al partido que representa la lucha contra el sistema, un partido que es mucho más que una fuerza electoral, donde confluyen todas las fibras combativas de generaciones de revolucionarios a lo largo de la historia, cualquier proyecto de restauración capitalista, de reversión de conquistas populares, de políticas de hambre, destrucción de la fuerza laboral y la organización popular, será imposible de llevar a cabo.
Esta es la derrota estratégica no solo de este régimen, sino del proyecto burgués e imperial que el pueblo salvadoreño viene resistiendo desde hace casi cinco años. Lo saben, y ese sentimiento de derrota no lo calmará ninguna victoria electoral a fuerza de fraude y manipulación, porque también saben que, al igual que su propaganda, esos aparentes triunfos están vacíos y no lograrán hacerlos avanzar en sus objetivos estratégicos, que reconocen como imposibles de cumplir.
Las clases dominantes y hegemónicas en El Salvador lo saben. Será tarea de las y los revolucionarios salvadoreños que lo sepan también las más amplias masas populares.