Testimonio de Graciela Colunga Velázquez, sobreviviente
El 27 de Agosto de 1984 por la mañana, estaba impartiendo un taller a los maestros y maestras populares en la Aldeíta, caserío del municipio de San José de Las Flores; Chalatenango, cuando cayó un mortero en la casa de la compañera Martha, (esposa de Miguel Motores, recién parida).
Llegó corriendo el hijo mayor de Martha y me gritó: “el mortero cayó en el cuarto y ahí estaba mi hermanita, mi mama no quiere ver”. Salí corriendo a la casa de Martha, estaba paralizada en el corredor y me dijo: “Tita, cayó el mortero donde tenía a la niña en una hamaca y yo no quiero entrar”.
Entré al cuarto, ahí estaba la preciosa niña de 23 días de nacida, repleta de esquirlas, y ensangrentada, muerta, atrás de mí llegó Miguel, el papá, chineó a la niña y la llevó corriendo al hospital con la esperanza que la Dra. Aloña le dijera que estaba viva, al rato regresó con la niña en brazos, puso a la niña en una mesa, a la que los niños y niñas repletaron de flores.
La desconsolada madre, lloraba con discreción y rabia, yo solo atinaba a abrazarla, tratando de acompañarla en su dolor.
Miguel se puso a excavar un hoyo en el solar de la casa, continuaba el moreteo; pero la solidaridad de la comunidad estaba ahí presente, en silencio, en “racimo, en mazorca”, como decía el Padre Rutilio Grande, que debíamos ser la comunidad.
En el entierro sobrevolaban unas “avispitas” (aviones pequeños de guerra), nadie se movía, todas y todos en solidaridad con la familia de Miguel y Martha.
Estas criminales avispitas eran claro anuncio de invasión y me puse con el radio (comercial), a rastrear la comunicación de los aviones y lo logré, oí una voz que decía: “¡dale al Tamarindo, ahí está el hospital!”.
Escribí una nota, le dije a un niño que se fuera corriendo y la entregara a Aloña, jefa del hospital, atendieron el mensaje y cuando sacaban el último paciente, dejaron caer dos bombas de 500 toneladas, nadie murió en este momento.
Llegó un aviso, que venía invasión y saliéramos ya, al compañero Miguel motores, a Félix y a Felipe, les pedí que me ayudaran a sacar a la gente, que no se quedara nadie, una compañera tenía un niño minusválido y otros tres menores más; pero esto no fue obstáculo, los de la comunidad, nos lo llevábamos a “tuto” por turnos; pero no lo dejamos, éramos hermanos, hermanas que sentíamos el mismo dolor, los niños y niñas eran nuestros, eran de todas y de todos, los teníamos que cuidar.
Toda la población hecha un puño, procedentes de varias comunidades nos concentramos en un río, éramos bastantes, ahí diseñamos la ruta de salida, hacia la frontera, hacia Honduras nos encaminábamos, había temporal, y debajo del “cernido”, caminamos, llegando por la tarde al puente de hamaca, me tocó dar paso ordenado, primero los heridos y heridas o sea todo el personal del hospital, las embarazadas, la doctora Aloña estaba con embarazo bastante avanzado, luego las niñas y niños chineados por los adultos, fue un paso muy lento.
Ya cayendo la noche del día 27, nos refugiamos en una quebrada con bastantes árboles, nos llegaba el agua a la cintura y teníamos que tener chineados a las niñas y niños, los que se durmieron por el hambre; pero también porque se sentían protegidos en los brazos de los adultos y adultas.
Apenas amaneciendo el día 28, nos acercamos al río Gualcinga, estaba muy crecido y “bravo”, no dejaba de llover, nos reorganizamos, dos compañeros de las comunidades se fueron a poner unos lazos de orilla a orilla, para poder pasar a los niños, niñas, ancianos y ancianas, pusimos dos compañeros a vigilar, estábamos sin visibilización, en medio de dos lomas, a esta hora pasaba la compañera María Chichilco en un mula, acompañada por Minita y José, ella tenía un pié luxado, la pierna hinchadísima y vendada, por lo que se tuvo que ir por otra ruta, no podía pasar.
Apenas se había pasado a la otra orilla unos cuantos niños, niñas y mamás, cuando un anciano me gritó: ¡compa, en la otra orilla están los soldados!, no acababa de decir esto, cuando nos empezaron a morterear, estando de pié solo atiné a gritar y mover los brazos: ¡no se hagan puño, dispérsense!, en este momento, me aventó la compañera Margarita al suelo y me dijo: ¡el mortero!, mismo que pasó rozándonos llenándonos de tierra; pero sin hacer blanco, ella me salvó la vida.
Me volví a poner de pié, para saber que daños había causado la mortereada, había gente herida, muerta, en este momento un soldado del Batallón Atlacatl (los mismos que asesinaron a los Sacerdotes Jesuitas) me sorprendió por la espalda aventándome al suelo, caí de bruces, se me montó en la espalda y disparaba sin piedad a las niñas, niños que corrían desesperados de un lado a otro y que la noche anterior habían dormido tranquilos en nuestros brazos, le dispararon a Margarita que chineaba a su bebé de dos meses y traía otro niño de la mano de tres años, con la misma ráfaga, mataron al niño y a la mamá.
En medio de esta matazón, los soldados por radio, desesperados gritaban a los mismos soldados que estaban en la otra orilla, ¡no disparen somos nosotros!… De pronto aparecieron unos soldados que traían hatados a un grupo de ancianos y mujeres, los hiban a matar, no se como; pero me le zafé al soldado que tenía en la espalda, me puse de pié delante de estas compañeras y compañeros y les grité: ¡mátenos, así en frío, mátenos sabiendo que somos su sangre, que somos hermanos!, desconcertados bajaron el fusil, no dispararon. Me amarraron con las manos por detrás al igual que el resto de sobrevivientes.
De pronto, vi que el bebé de la compañera asesinada se movía y les dije: denme ese niño, está herido, un soldado agarró de los dos piecitos al bebé y le estrelló la cabeza contra un árbol, matándolo y dijo: “a mi ninguna vieja me va a dar órdenes, todos ustedes son malditos, este (refiriéndose al bebé estrellado contra el árbol) es un maldito”.
Me separaron del grupo de gente que habían capturado y me llevaron cerro arriba, de pronto, apareció una niña de unos dos años, desorientada, asustada, horrorizada de que los soldados me trajeran amarrada con los fusiles puestos en mi espalda, yo me agaché y le dije: “mamita, no tenga miedo, no nos van ha hacer nada” y se me colgó del cuello, se me prendió, yo no la podía abrazar porque estaba amarrada por detrás, los soldados no me la quitaron, me levanté con ella prendida a mi y en secreto le hablaba para que no tuviera miedo.
De repente, ahí estaban unos soldados con un grupo de gente, uno de ellos le decía agritos a una compañera con su niño en los brazos: “¿cómo te llamas?”, “¿te llamas cabrona, verdad?”, “¡maldita!”. Yo le grité, “¡respete a la señora!”, la compañera a gritos me dijo, ¡cállese Tita, que la van a matar! Ahí me quitaron la niña y a empujones se la llevaron, (no sabemos dónde está, qué fue de ella).
A mí me llevaron al puesto de mando del Batallón Atlacátl. Esa es otra historia de torturas……………,sobreviví, porque esa sangre me dio fuerza y firmeza, aquí estoy VIVA, con el compromiso de no fallarles a mis hermanas y hermanos, a sus sueños que son los míos, que las lágrimas derramadas y la sangre de inocentes, sean en nosotras y nosotros fuerza de amor para la construcción de un mundo justo, armonioso, fraterno.
Después en el recuento: 11 niñas y niños desaparecidos (solo hemos encontrado tres: dos en Italia y uno en New York), 58 niñas y niños asesinados, 36 mujeres, y 4 ancianos.
¡SALVEMONOS EN MAZORCA, EN MATATA, ES DECIR: EN COMUNIDAD, COMO DECIA EL PADRE RUTILO GRANDE!