En El Salvador no gobierna un partido sino una secta. Esta afirmación difícilmente sorprenda a quien siga la realidad salvadoreña, pero subraya la involución de los procesos democráticos en el continente americano (aunque esta realidad se refleje también en varios otros puntos cruciales de la geopolítica mundial, Europa y partes de Asia incluidas).
Pueblos como el salvadoreño han sido víctima de operaciones masivas de manipulación, que apelan cada vez más a la emoción, a lo irracional, a la fe, a la desesperada confianza en un líder mesiánico, una suerte de Moisés bíblico, guiando a su pueblo.
Estos líderes y los grupos que los impulsan y sustentan, fomentan el deterioro de las formas democráticas con las cuales, en todo caso, han llegado al poder.
Trasladan a las sociedades sobre las que gobiernan ese sentido de irrespeto a normas tradicionalmente aceptadas. Cuestionan el sentido común, construido por las clases dominantes a lo largo de siglos, buscando demolerlo para imponer su propio sentido común, su propia lógica sobre la sociedad. Le seguirá la construcción de estructuras estatales y jurídicas que justifiquen su existencia y permanencia como clase dominante hegemónica.
Si buscamos antecedentes discursivos como estilo para convencer y ganar adeptos, encontramos que las derechas extremas han ido bebiendo de las experiencias de iglesias evangélicas, en particular de EEUU, al estilo de los telepredicadores. En cuanto a su influencia en América Latina, se pueden destacar los casos de Brasil y Guatemala desde los años 70 y 80 del siglo pasado. No son los únicos, pero los destacamos como ejemplos de un fenómeno cada vez más generalizado.
Una secta difícilmente funciona sin un líder carismático que se presente a sí mismo, y sea presentado por su círculo de confianza, como cuasi infalible. Su entorno se encarga de generar el “microclima” necesario para lograr ese efecto. El contacto con amplios sectores de la sociedad será en lo posible indirecto; para evitar el contacto personal, el desarrollo explosivo de las redes digitales ha resultado fundamental.
El fanatismo religioso como política
Las invocaciones y referencias a dios (cualquier dios) son imprescindibles; sin ello no se conseguirá uno de los resultados más buscados: que la gente saque en conclusión que no solo no se equivocó de líder, sino que se trata directamente de una decisión divina, una suerte de “interlocutor directo” con ese dios venerado.
Por eso, la religión, que durante siglos dominó el ámbito estatal desde el medioevo oscurantista europeo a la herencia colonial en América, hasta bien entrado el siglo XX, regresa hoy al primer plano del Estado, no solo con invocaciones sino como parte funcional y omnipresente en lemas y declaraciones del líder y de su séquito.
Esta imposición religiosa en los asuntos de Estado, a su vez resulta ser copia de modismos utilizados en EEUU; recordemos el hábito, trasladado a América Latina por diversos líderes conservadores, e incluso adoptado por mandatarios y funcionarios seudo-izquierdistas, de acabar los discursos públicos con el latiguillo “Dios bendiga a...» [rellenar con el país que corresponda].
En El Salvador, además de adoptar esa forma de despedida, encontramos que en la primera ocasión que el oficialismo logró controlar el legislativo, instaló de inmediato un enorme cartel sobre el área de presidencia del Salón Azul del parlamento, con el lema “Puesta nuestra fe en Dios”.
No nos referimos a una religión en particular; existen diversas expresiones de culto abrazados por estos personajes, desde el integrismo evangélico de Bolsonaro hasta el judeo-sionismo confesional de Milei, pasando por el eclecticismo religioso de Bukele y Trump.
Acerca de la secta
Encontramos dos definiciones de secta en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española:
1. Grupo religioso que se aparta de la doctrina que se considera ortodoxa.
2. Comunidad cerrada de carácter espiritual, guiada por un líder que ejerce un poder carismático sobre sus adeptos.
La segunda definición parece ajustarse a los fines del análisis político del espíritu sectario, donde el eje no recae solo en lo religioso sino en la existencia del líder carismático y su influencia sobre sus adeptos. Y se adapta mejor porque esa es la forma que en política estos personajes, de carácter no solo mesiánico y sectario sino extremista de derecha y con modos neofascistas, recurren a formas discursivas que recrean los estilos proféticos, no excentos de incoherencias, difíciles de comprender para quien no resulte ser un “convencido”.
Lo encontramos en los discursos fanatizados, violentos, ausentes de todo tipo de empatía, con altas cargas de odio, de insultos e intolerancia, pero sobre todo con altísimas dosis de irracionalidad, de las arengas de Bolsonaro, Milei, Trump y por supuesto, el presidente de El Salvador, personaje irascible, incapaz de controlarse ante las críticas o los cuestionamientos. Todos adoptan de algún modo el estilo profético de las narrativas bíblicas.
Sus seguidores parecen convencidos de su infalibilidad, y exhiben sin reparo su desprecio hacia todo tipo de “otredad”, y hacia cualquier variante que se aleje del pensamiento único que exige lealtad absoluta e incuestionable.
Hace pocos años estos personajes eran simplemente parias de la política. Descastados y desclasados de las altas sociedades a las que sentían pertenecer, pero que los despreciaba, a pesar de contar con cierta fortuna material que pudiera hacerlos merecedores a entrar en esos círculos elitistas.
No hace muchos años, las sociedades descartaban este tipo de discursos y personajes de forma abrumadoramente mayoritaria, porque los reconocía como lo que eran, oportunistas estafadores de la política, sin principios ni otros intereses que el beneficio propio y el de sus familias y amigos.
Sin embargo, a través de la imposición de las diferentes expresiones del modelo capitalista neoliberal, su masiva influencia cultural, la crisis en la que se desenvuelve y que lleva a crecientes concentraciones de riqueza y despojo, condujeron también al desgaste progresivo del modo de dominación de clase asentado en el formato parlamentario y presidencialista demoliberal burgués.
Producto de esos procesos y esas crisis, aquellas sociedades fueron cada vez más proclives a aceptar discursos sectarios, profundamente odiosos que, sin embargo, parecían conectar con su frustración, con el cansancio de sentirse engañadas, tanto por propuestas conservadoras como progresistas, que fueron incapaces de resolver problemas esenciales.
Paradógicamente, aquellos discursos de odio y resentimiento calaron mucho más y mucho antes en sectores populares que en las clases altas, desde donde se originaron en la mayor parte de casos. Tenemos así, que aquellos que ayer eran marginales (y marginados) de la política, conquistan hoy los gobiernos, no ya a través de golpes militares, como solían aspirar, sino por voluntad mayoritaria de sociedades que creímos políticamente educadas, y en algunos casos con experiencia altamente combativa (como en Argentina y El Salvador, sin ir más lejos).
Se afianzaron, en primera instancia, en grupos desclasados, muchos de ellos de origen lúmpen, ganando luego a sectores medios de la sociedad, atraídos por discursos de soluciones inmediatistas, que prometen evitar incertidumbres, eliminar amenazas y miedos; narrativas que las clases medias, con altas dosis de cobardía, oportunismo, ambivalencias, y sin lealtades permanentes, compran con facilidad en tiempos de crisis sistémica profunda.
Surge también una seudo-intelectualidad neofascista, superficial y posmoderna, que se encarga, sobre todo desde el “periodismo de redes” pero incipientemente desde la academia (previamente neutralizada de ideas de avanzada, de corte socialista, revolucionario, e incluso progresista o socialdemócrata), de justificar lo injustificable, de otorgar un aura teórica a la irracionalidad.
Son los cambios de época en medio de una crisis civilizatoria donde, desde el campo revolucionario, hace demasiado tiempo se arriaron banderas de lucha que orienten hacia nuevos paradigmas, que hoy deben ser construidos por los nuevos sujetos sociales. Sujetos que deberán construir, reconstruir o reformular, según sea el caso, los instrumentos políticos y de lucha de la revolución; hoy minoritarios y en retirada, pero llamados a ser el basamento de las nuevas formas de organización y combate contra un enemigo de clase que hace ya tiempo ha declarado la guerra a los pobres, a las mayorías y al derecho de estas a su existencia digna. Han declarado esa guerra a los pueblos, pero en muchos lugares parece aún que la izquierda no lo entiende.
Finalmente, será también necesario luchar, desde y en la izquierda, contra las tentaciones sectarias. Dejar el espíritu sectario para una derecha extrema que debemos derrotar, por ser además el instrumento de dominación que el imperialismo blande como un mazo sobre las clases populares y los pueblos de Nuestra América. El Salvador es un caso, pero no el único, quizás con el de Argentina resulten los más extremos. Por eso la importancia de organizarse para derrotarlos.
Marzo 24
Estas reflexiones acerca de las sectas que van reptando por las grietas del poder en el mundo, y cuyas expresiones en América Latina estamos obligados a combatir, tienen lugar mientras se conmemoran dos hechos luctuosos que jamás podrán perder presencia en la memoria de nuestros pueblos, porque ambos nos repiten en cada recuerdo nuestra obligación de luchar por el Nunca Más.
En 1980 cae asesinado por una bala de fusil que atraviesa su corazón en plena misa el obispo de los pobres, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, hoy Santo y Mártir de una iglesia del pueblo, no la sectaria y conservadora iglesia oligárquica que lo abandonó en su momento, sino la que vive en la voluntad incorruptible de los pueblos por su liberación. Hoy gobierna El Salvador la clase burguesa y oligárquica que aquel Obispo condenaba; avergonzados de su historia pretenden negarla, intentando construir otra memoria, que no los coloque donde merecen, en el último basurero de la historia, como explotadores y represores del pueblo, como ladrones de la riqueza nacional y como vendepatrias al servicio del imperio.
En 1976, en Argentina, un grupo de militares genocidas toma el poder por medio de un golpe con la complicidad de civiles, que pretendieron justificar y ocultar los crímenes de lesa humanidad contra un pueblo en lucha. Hoy los negacionistas que gobiernan Argentina, herederos y cómplices de aquellos asesinos, establecen las condiciones para repetir el despojo de la nación y el aplastamiento de la capacidad de lucha del pueblo argentino.
Este 24 de marzo nos recuerda, en El Salvador y en Argentina, que la lucha continúa, que la resistencia es constante, que se construye día a día, y que no ha de detenerse hasta expulsar y aniquilar a estas fuerzas enemigas de los pueblos.