Veva y la niña que cayó del cielo (+ Video)

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Por: Roberto Jesús Hernández, Anet Martínez Suárez

Este testimonio es una colaboración entre Cubadebate y Periódico Girón. Una versión del texto se publicará en la edición del semanario.

En la vieja cesta de mimbre está escrita una historia. Solamente los dedos de Veva, largos y expresivos, saben leer los recuerdos ocultos entre el tejido de fibras vegetales. Si la toca un extraño, la canasta, que trenzó algún anónimo artesano de África, guarda silencio. Al roce de las manos de su dueña responde abriéndose como un libro, cobra vida a la manera de un instrumento musical hecho siglos atrás para acompañar canciones al borde del desierto.

Cuando eso sucede, ella logra a sus 80 años lo que tantos otros han deseado desde que el mundo es mundo. Genoveva Bravo Rodríguez viaja en el tiempo, vuelve sobre sus pasos, se aleja más de 12 mil kilómetros de su natal ciudad de Cárdenas y llega otra vez, en 1986, a Etiopía. Quiere probarse a sí misma en esa tierra dura donde la paz es un bien escaso.

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Su versión más joven es igual de delgada y alta. La doctora que nunca soñó con ser militar ahora viste uniforme verde olivo y lleva un pañuelo en la cabeza que la protege del fuerte sol. Ante sus ojos se despliega en toda su complejidad una nación antigua donde los cubanos se han entregado en cuerpo y alma, en nombre del internacionalismo, para defender al pueblo etíope tras la invasión de Somalia en 1977.

Operación Baraguá: así bautizó el Comandante en Jefe Fidel Castro a la misión militar en el país del cuerno africano. El nombre en código alude al episodio protagonizado por el Titán de Bronce Antonio Maceo, quien se negó en su época a negociar una paz sin independencia. Desde la victoria en Karramara en marzo de 1978, que permitió restablecer la frontera y salvaguardar la soberanía de la nación etíope, se han apagado los ecos de los encarnizados combates que se libraron en la tierra y en el cielo. Durante la guerra del Ogaden el heroísmo de los cubanos en las ciudades de Dire Dawa, Jijiga y Harar sembró las semillas de su leyenda.

Los días son demasiado calientes con casi 45 grados Celsius a la sombra y en las noches la temperatura se desploma hasta llegar a cero, pero Genoveva, la jefa del hospital multiperfil de la misión militar cubana en Harar, no se queja. La Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) soporta los rigores con la disciplina de cualquier combatiente. A diario se codea con cubanos y etíopes que trabajan juntos y se tratan de gwadenya, la palabra en amhárico para referirse a un “compañero”.

Harar, la milenaria urbe situada al este del país, es una perla fértil dentro de la aridez del desierto del Ogaden, un punto de encuentro entre culturas. En el mercado y en las calles casi nunca reina el silencio. Veva se mueve entre comerciantes de los productos más diversos, desde modernos electrodomésticos hasta el tradicional café, bunna, y el cereal teff; mujeres que cargan sobre sus cabezas cestas de colores vivos; hombres con los dientes manchados por mascar khat, la hoja que embriaga y estimula; prostitutas jovencísimas; soldados de varias nacionalidades; niños con ojos de viejo; y pastores tan escuálidos como las vacas y las cabras que conducen.

Por todas partes están las cicatrices de una guerra confusa y con más giros de guión que una película de espías. La violencia sigue ahí, al acecho, y tiene varios rostros. La oficial siente el peligro merodeando cerca, e incluso lo ve en el brillo de los ojos de las hienas que cada noche vuelven a Harar porque los hombres heredan la tradición de alimentarlas con carne cruda. Se supone que esas fieras espantan a los malos espíritus. ¡Y vaya que hay fantasmas! Sería imposible contar los pies que han pisado las calles de la ciudad santa del Islam etíope, en botas, en sandalias o descalzos.

Aún quedan combatientes cubanos desplegados en Etiopía. Junto a sus compañeros, la Mayor atiende a los soldados que necesitan asistencia médica en la sala del hospital. Siempre hay algo que hacer. Recorren largas distancias en jeep, unas veces para llegar al campamento de los cubanos, muy cercano a la frontera con Somalia. También velan por el cuidado del área del cementerio de Harar donde reposan sus hermanos caídos en combate. El traslado de los preciados restos, primero a Angola y luego de regreso a la Patria, es cuestión de tiempo.

Cuando se transporta hasta algún destino fijado en sus mapas, el grupo toma precauciones y se mantiene a salvo del calor asfixiante. Si la caída del sol los sorprende en el camino hay que meterle el pie al acelerador hasta llegar a algún campamento etíope. De noche no se viaja. Los intercambios de disparos entre contrabandistas rompen el silencio de la madrugada. Ella aprende pronto a cuidarse del mosquito más mortífero que cualquier león, y de la serpiente “tres pasos”, llamada así por el tramo final que recorre la víctima mordida antes de caer al suelo para no levantarse nunca más.

Aunque todo lo que experimenta no cabe en una carta, Veva procura hacerle saber a sus parientes que está bien y que se siente útil. La correspondencia que contiene afectos y noticias de ida y vuelta demora en llegar a sus destinatarios. Si el gorrión de la nostalgia trata de posarse en su hombro lo mejor es espantarlo rápido, sin dejar que se acerque demasiado.

***

Genoveva Bravo Rodríguez fue jefa del hospital multiperfil de la misión militar cubana en Harar, Etiopía. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

“Yo era la jefa del batallón médico sanitario de una unidad del Ejército Central en Cárdenas cuando todo el mundo fue para Etiopía. Al terminarse el llamado era la única persona a la que no habían mandado a buscar. ‘¿Y qué pinto aquí?’, me dije. Tenía a mi hermano en Angola y a varias personas cercanas también en África poniendo en riesgo sus vidas.

“Quería ir a donde hiciera falta. Hablé con mis superiores y trataron de disuadirme. ‘Oiga, jefe, ¿qué le voy a decir a mi familia el día de mañana?’, insistía. La gente me preguntaba: ¿Por qué tú quieres ir? ¡Hay peligro! Yo les respondía: ‘Si me toca, me toca… solo quiero que si me pasa algo no me vayan a dejar allá, que me entierren en mi Patria’. Finalmente fuimos un grupo pequeño de Cárdenas. Empecé como segunda del batallón médico sanitario. Luego pasé a ser jefa de la unidad médica de Harar.

“Las costumbres de los etíopes eran muy distintas a las nuestras. Las familias vivían en condiciones muy difíciles, en especial los niños. Había mucha pobreza. La esperanza de vida de la población era bajísima. Desde que nosotros llegamos allí muchos querían darnos sus muchachos. Los dejaban cerca y se iban, pero la policía buscaba a los parientes para que se encargaran de ellos.

“Los más chiquitos comían de último, eso me chocaba. Después entendí que los padres no tenían más opción que darle el poco alimento a aquellos con mayores probabilidades de sobrevivir. Prácticamente en cuanto podían caminar se les veía con una hierbita en la mano detrás del ganado. El actor cubano Edwin Fernández, famoso por su personaje del payaso Trompoloco, fue una vez y actuó para nuestros combatientes. Dicen que no quiso volver más nunca a un país donde los niños no se reían.

“Nos quedaba cerca un hospital civil. Isabel Cerviño, una enfermera de Santiago de Cuba, todos los días iba a ver a los niños, a llevarles comida y otras cosas. La jefa de enfermería y otros técnicos la acompañaban. Un buen día ella regresó con una noticia…

– Doctora, acaba de entrar un soldado etíope que iba rumbo al frente con fusil y todo, y trajo a una bebé que se encontró en el basurero…

– ¡Ay! Pero… ¡¿cómo que una niña en la basura?!

– Sí… La dejó allí en el hospital para que la atendieran y avisaran a la policía.

– Pero, ¿y él no puede…?

– No, no… El hombre estaba de pase. Vino a coger su transporte y cuando pasaba por ahí la oyó llorar y la recogió. La dejó con los médicos para ver si podían salvarla. Es una recién nacida. Está de lo más linda, doctora. Llévesela usted, que no tiene niños…

“Era sábado, un día de limpieza y de fiesta. Por la tarde me trajeron a la criatura. Cuando le pregunté a la enfermera que la llevaba en sus brazos cuántos días tenía, me contestó: ‘¡Mírela usted misma, le acabaron de cortar el cordón umbilical!’ Parecía no tener más de 24 horas de vida.

“Me cayó bien desde el primer momento en que nos vimos. Me impresionó. Fue una cosa así, a primera vista, una empatía. Cuando la cargué en mis brazos sentí como si la hubiera parido yo. Ese fue el sentimiento. Era una cosita chiquitica, delgada y pálida, muy calmadita. No lloró. Ella me aceptó.

– Doctora, ¿cómo le vamos a poner? – me preguntó Isabel.

– Imagínate tú… Bueno, mi abuela se llamaba Ana Luisa… Vamos a ponerle así. Me voy a quedar con ella.

“Un fotógrafo de nuestro equipo enseguida nos tiró la foto. Pregunté qué día era en Cuba, porque en Etiopía había diferencias en el calendario. En la Isla era 20 de octubre de 1987, Día de la Cultura Cubana.

“El guardia que la había traído ya no estaba por ningún lado. Si era verdad que volvía al frente de guerra ya debía estar allá. No se sabía nada más de él. Fuimos a la jefatura de la misión, a los kebeles (organizaciones constituidas en los barrios), le explicamos bien a la gente cómo había sido la cosa para que luego nadie dijera que nos robamos a la bebé. Nos dimos cuenta que de no recogerla no iba a sobrevivir.

“Estábamos muy embullados. En el mercado de Harar la jefa de enfermeras se encontró a una vendedora que llevaba una cesta con una pila de huevos y le dijo: ¡Hulu, hulu!, que quiere decir ¡Todo, todo! Al final le compró la mercancía con canasta incluida. Fue la primera cuna de mi Ana Luisa. Después alguien se apareció con un poco de leche en polvo, otros empezaron a buscar ropita y pañales, y me lo pusieron en las manos.

“Yo no tenía ninguna experiencia como madre, pero sabía que debía salvar a la niña. Poco a poco creé en mi cuarto del albergue las condiciones para tenerla. Allí amanecimos al otro día las dos juntas y yo le dije: ‘Bueno Anita, conmigo te vas pa Cuba, pero a mí me queda todavía tiempo aquí, así que vamos a ver cómo acotejamos esto’”.

***

La primera foto de Veva y su hija Anita la tomó el fotógrafo de la misión en Harar. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas

Atender a la bebé es una tarea tan dura como cualquier otra, pero a medida que los días pasan Veva se encariña cada vez más. La pequeña tiene dotes de mando a la hora de exigir su pomo de leche, y moviliza a los voluntarios encargados de cuidarla mientras mamá visita otros campamentos. Su mera presencia hace que cualquiera baje la guardia. Nunca faltan los brazos dispuestos a arrullarla.

“Empezamos a buscar la manera de llevarla a Cuba, con la gente de la misión y de la embajada cubana, hasta que obtuvimos la autorización pertinente. Estuvo conmigo allá en Harar más de un mes. Averiguamos, pero nadie apareció a reclamarla. ¡Cómo si hubiera caído del cielo a mis brazos!”

La doctora escribe una carta con una duda quemándole el pecho. Sin rodeos informa que tiene consigo una hija y quiere llevarla a casa. Pide, de ser posible, buscar a alguien que pueda criarla hasta su regreso. La respuesta de su madre no se hace esperar y le llena de paz el alma: no hay que buscar a nadie, ella misma se ocupará de su nueva nieta.

“Anita tuvo suerte. A la hora de inscribirla todo el mundo quería ser su padre. Hasta el jefe de retaguardia, que estaba allá con su esposa, se ofreció a darle su apellido, y no fue el único. Al final le puse mis apellidos cuando hicimos el proceso, no fuera a ser que otros después se enamoraran de mi niña y se la quisieran llevar”.

La enfermera Isabel Cerviño ha concluido su labor en la hermana nación. No ve la hora de llegar a su amada Santiago, donde sabe que la esperan con los brazos abiertos. Pero antes de reencontrarse con los suyos acepta cumplir un encargo: llevar a su destino una carga muy preciada y frágil. Hace un frío tremendo cuando sube al helicóptero con Ana Luisa, bien abrigadas las dos, para viajar de Harar a Addis Abeba. A la pequeña le protegen los oídos durante el vuelo. En la capital abordan un avión. Es el inicio de un largo viaje rumbo a Cuba.

Poco después, Marta, una de las hermanas de Genoveva, llega a La Habana para conocer a su sobrina. Lo que sabe sobre ella se lo debe a la correspondencia que ha llegado desde África. En el hospital militar central Doctor Luis Díaz Soto (Naval), donde hace poco la dejó Isabel al cuidado del personal médico, le dicen que espere unos días más, pero la tía no es de las que da su brazo a torcer tan fácilmente. Su insistencia persuade a los médicos. Cuando vuelve a Cárdenas lo hace acompañada.

Abuelos, tíos y primos acogen enseguida a la pequeña, que ahora tiene un nuevo hogar. La madre, desde lejos, teme que Anita no se adapte, pero una llamada telefónica o una carta le quita esa idea de la cabeza. Desde lejos le hacen saber cómo crece su hija, su reacción al ver los muñecos en la cuna, la salida del primer diente, lo rápido que gatea…

“Ya la misión se iba a acabar, pero querían que me quedara. Enseguida dije que no porque tenía que irme a criar a mi hija. Estuve un año sin verla. Mi mamá estaba vieja y había cuidado a varios nietos, pero a la mía la estaba atendiendo con mucho gusto.

“Cuando salí de Etiopía ya yo sabía que no me iba a encontrar a aquel gusarapito que había mandado para Cuba. En ese entonces decían que Anita parecía una mortadella porque estaba gordita, como se ve en las fotos. Cuando nos reencontramos en 1988, al fin me sentí tranquila”.

***

El capítulo de la vida de Veva en África ha terminado, sin embargo, la aventura de la maternidad recién comienza. A pesar de sus muchos compromisos en el trabajo encuentra la manera de estar presente siempre que hace falta. Cada instante junto a su hija lo aprovecha al máximo.

Mamá no tiene una cámara propia, pero se las arregla para dejar constancia en el álbum de los momentos más importantes. Cada foto en blanco y negro capta un instante único, un pedazo de intimidad compartida, que puede revivirse, en cierto modo, cuando se vuelve a mirar. Anita es la gran protagonista: en pañales, en vestido blanco de domingo, con zapaticos de charol, con lazos en el pelo, rodeada de gente amorosa y de juguetes, feliz.

“Ella es mi única hija, es todo lo que tengo, pero decir que es solo mía sería egoísmo. Toda la familia se unió para ayudarme, y también nuestros vecinos, que han estado presentes a lo largo de su vida. Muchas personas han participado en su crianza”.

Para una madre soltera y trabajadora es difícil ocuparse de todo. Anita se queda con frecuencia en casa de sus abuelos y tías. A los tres años les da un susto de muerte. “Me voy a escapar”, le confiesa a su prima, pero nadie le cree en ese momento. Una noche de carnavales sale a la calle sin que la vean. Al rato se percatan de su ausencia y salen a buscarla. La encuentran a unas cuadras. Cuando le preguntan el motivo de su huida ella solo responde: “Mamá, casita”. El hogar materno es su refugio.

Una simple pregunta de un conocido en plena calle pone a la tía Marta a la defensiva: “¿Esa es la niña que tu hermana trajo?” Por suerte, Anita es muy pequeña y no logra captar la sutileza…todavía. A lo largo de los años han guardado muy bien el secreto. El momento de revelar toda la verdad no puede postergarse para siempre.

¿Cuál es la edad apropiada? ¿Acaso a los 10 años, a los 15 o a los 20? Para Veva ninguna ocasión parece perfecta. Toda la familia se mantiene a la espera de que ella dé el primer paso. Sencillamente, no encuentra ni el valor ni las palabras.

***

La cesta de Harar cambia de manos. Cuando Veva se la entrega a su joven hija el objeto se nota más ligero, como si se hubiera despojado de un gran peso después de cargarlo durante mucho tiempo. Todavía lleva prendida en su borde una etiqueta de la aduana que le colocaron hace más de 30 años. Para las dos tiene un significado especial.

El ambiente del barrio de la ciudad de Cárdenas inunda la salita de la casa donde aún viven juntas. El traqueteo de los coches tirados por caballos se mezcla con las voces de los pregoneros y de los muchachos que juegan en la calle. En alguna cocina cercana pita una olla de presión y, segundos después, llega el inconfundible olor de los frijoles bien sazonados.


El tiempo que pasan juntas es el más valioso. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Un retrato a color de la niña sonriente que fue Ana Luisa cuelga de la pared y atrae todas las miradas. En una butaca hay ropa limpia por doblar; en el brazo de otra reposa un periódico del día anterior. Entre la joven y su madre hay un parecido evidente. No se trata solamente de algo físico. Es difícil de describir, pero la semejanza está ahí, en su modo de mirar y sonreír, o cuando hilvanan con gestos el hilo de su conversación.

Mientras sostiene la vieja cesta africana Ana Luisa se sumerge en sus propios recuerdos. De su tierra natal no conserva memoria alguna. Es una cubana más que, por cosas del destino, nació lejos de la Isla mayor de Las Antillas.

“’A mí me habían dicho que tú eras adoptada’, me soltó de pronto una compañera mientras estudiábamos en la biblioteca de la Universidad de Matanzas. ‘¡Muchacha, no! ¿De dónde tú sacaste eso?’, le repliqué. Luego nos reímos y cambiamos de tema. Sin embargo, aquello se me quedó dando vueltas en la cabeza.

“Guardé silencio y empecé a atar cabos. Recordé que a veces la gente nos veía por la calle y le preguntaba a mi mamá por mí y por Etiopía, entonces ella desviaba la conversación. Mientras revisaba los álbumes de fotos me di cuenta de que no había ninguna de mi madre embarazada. Era muy extraño, pero me callé las dudas que tenía.

“Después de terminar la carrera de Estudios Socioculturales me senté con mi mamá y le dije que ya lo sabía. Le insistí hasta que me lo contó todo. Uno siempre quiere saber de dónde viene. En ese momento hubo una lucha dentro de mí. Es una noticia difícil de asumir para cualquiera, pero creo que la acogida que me dio la familia ayudó a atenuar esa incertidumbre.

“Entendí que también para los demás había sido muy difícil tener que guardar ese secreto, porque uno nunca sabe cómo va a reaccionar la otra persona cuando se entere. Es comprensible que cueste trabajo encontrar el momento oportuno. Parece algo de novela, ¿no? Fue un poco duro, pero lo más importante es que para mí no hubo un cambio.

“Ella es mi mamá y doy gracias a Dios por eso. Yo creo que cada quien tiene un libro de la vida, y en el mío estaba escrito que ella iba a ser la persona escogida para ser mi madre. Mis tías, mis primas, los abuelos, los vecinos, todos han sido incondicionales conmigo. Siempre fui la más mimada. Siento mucha gratitud”.

Veva jura que nadie cuela el café mejor que la joven, acaso porque comparte su origen con el fruto que, según la leyenda, puso a bailar a las cabras del pastor etíope. Se sabe que en su infancia tenía una curiosa fascinación con cubrirse el cuerpo y la cabeza con cuanto trapo tuviera a su alcance, un hecho que algunos atribuyeron a las costumbres de los pueblos originarios de Harar. Otros conectaron su talento para el canto con la fama de los ancestros africanos, especialmente dotados para el arte.

Los roles han cambiado. Ahora es Veva, jubilada tras una larga trayectoria en la vida militar y civil, el centro de las mayores atenciones. No hay forma de que se quede quieta, aunque su andar se volvió algo más lento desde que sufrió una fractura de cadera. Su lucidez es envidiable. Ana Luisa divide su agenda entre la casa y el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo, donde labora como especialista. Como siempre, el tiempo que pasan juntas es el más valioso.

***

Veva y su hija jamás volvieron a encontrarse con Isabel Cerviño, pero su historia en común es bien conocida entre los parientes y compañeros de trabajo de la enfermera en Santiago de Cuba. Desde su regreso de Etiopía, la cardenense solo habló una vez por teléfono con su amiga, sin embargo, el cariño no disminuyó a pesar de la distancia.

Un día tocaron a la puerta. Una amiga de Isabel que estaba de paso en Cárdenas trajo una carta con su dirección y el número de teléfono. La llamada de Anita fue una feliz sorpresa. La veterana enfermera se alegró de oír su voz y ponerse al día sobre sus vidas. También la hija de Isabel le contó que había crecido escuchando la anécdota de Veva y la niña que cayó del cielo.

Un golpe tan doloroso como inesperado fue la muerte de la santiaguera, y deshizo de un tirón los planes que tenían para visitarla. Ocurrió recientemente, a causa de la pandemia de la covid-19. Ella trabajaba en el Cardiocentro de Santiago cuando enfermó. A quienes la conocieron bien, la noticia los cubrió con un velo de conmoción y de tristeza.

Las dos mujeres a las que Isabel supo unir en la lejana Harar la recuerdan con una gratitud infinita. Cada día trae para la joven una nueva oportunidad de devolver multiplicado el amor que jamás le faltó a lo largo de su vida. Aunque lleva su cubanía con orgullo, admite que le gustaría volver a Harar, a aquella tierra dura, como una manera de viajar a la raíz.

Veva no le teme a la posibilidad. “Me gustaría que viera el lugar donde nos conocimos. Ojalá pudiera encontrar a su madre biológica, aunque es probable que ya no exista, porque todo sucedió hace mucho tiempo y allá la esperanza de vida es muy corta. Quisiera que pudiera volver a sus orígenes. Yo no me voy a poner brava ni celosa. Siempre será mi hija”.

¿Qué habría pasado con aquella recién nacida si el soldado no la hubiera escuchado llorar, si la enfermera no la hubiera llevado a los brazos de la doctora, y si esta no hubiera sentido amor desde el primer instante? Madre e hija han sabido hasta hoy permanecer tan unidas como las fibras que forman la vieja cesta etíope y la mantienen firme. En ellas se hace verdad el antiguo proverbio africano: las huellas de quienes caminan juntos nunca se borran.

En video

La enfermera Isabel Cerviño junto a la pequeña Ana Luisa. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
Anita en su primera cuna, una cesta comprada en el mercado de Harar. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
Anita: “Siempre fui la niña mimada de la casa”. La pequeña junto a su tía Marta (izquierda) y su abuela Georgina. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
Tras volver de Etiopía empezó para Veva la aventura de su maternidad. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
El amor incondicional de la familia ha sido una constante en la vida de Ana Luisa. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
A pesar de sus múltiples responsabilidades la doctora se las arregló para estar presente en los momentos más importantes. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.
Veva: “No lloró. Ella me aceptó”. Foto: Roberto Jesús Hernández.
Madre e hija en su casa de la ciudad de Cárdenas recuerdan momentos especiales a través de su álbum de fotos. Foto: Roberto Jesús Hernández.

por  Roberto Jesús Hernández Lic. en Periodismo. Corresponsal de la Agencia Cubana de Noticias (ACN). Graduado de la Universidad de Matanzas.

#ACubaPonleCorazon

Genoveva Bravo Rodríguez fue jefa del hospital multiperfil de la misión militar cubana en Harar, Etiopía. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

“Yo era la jefa del batallón médico sanitario de una unidad del Ejército Central en Cárdenas cuando todo el mundo fue para Etiopía. Al terminarse el llamado era la única persona a la que no habían mandado a buscar. ‘¿Y qué pinto aquí?’, me dije. Tenía a mi hermano en Angola y a varias personas cercanas también en África poniendo en riesgo sus vidas.

“Quería ir a donde hiciera falta. Hablé con mis superiores y trataron de disuadirme. ‘Oiga, jefe, ¿qué le voy a decir a mi familia el día de mañana?’, insistía. La gente me preguntaba: ¿Por qué tú quieres ir? ¡Hay peligro! Yo les respondía: ‘Si me toca, me toca… solo quiero que si me pasa algo no me vayan a dejar allá, que me entierren en mi Patria’. Finalmente fuimos un grupo pequeño de Cárdenas. Empecé como segunda del batallón médico sanitario. Luego pasé a ser jefa de la unidad médica de Harar.

“Las costumbres de los etíopes eran muy distintas a las nuestras. Las familias vivían en condiciones muy difíciles, en especial los niños. Había mucha pobreza. La esperanza de vida de la población era bajísima. Desde que nosotros llegamos allí muchos querían darnos sus muchachos. Los dejaban cerca y se iban, pero la policía buscaba a los parientes para que se encargaran de ellos.

“Los más chiquitos comían de último, eso me chocaba. Después entendí que los padres no tenían más opción que darle el poco alimento a aquellos con mayores probabilidades de sobrevivir. Prácticamente en cuanto podían caminar se les veía con una hierbita en la mano detrás del ganado. El actor cubano Edwin Fernández, famoso por su personaje del payaso Trompoloco, fue una vez y actuó para nuestros combatientes. Dicen que no quiso volver más nunca a un país donde los niños no se reían.

“Nos quedaba cerca un hospital civil. Isabel Cerviño, una enfermera de Santiago de Cuba, todos los días iba a ver a los niños, a llevarles comida y otras cosas. La jefa de enfermería y otros técnicos la acompañaban. Un buen día ella regresó con una noticia…

– Doctora, acaba de entrar un soldado etíope que iba rumbo al frente con fusil y todo, y trajo a una bebé que se encontró en el basurero…

– ¡Ay! Pero… ¡¿cómo que una niña en la basura?!

– Sí… La dejó allí en el hospital para que la atendieran y avisaran a la policía.

– Pero, ¿y él no puede…?

– No, no… El hombre estaba de pase. Vino a coger su transporte y cuando pasaba por ahí la oyó llorar y la recogió. La dejó con los médicos para ver si podían salvarla. Es una recién nacida. Está de lo más linda, doctora. Llévesela usted, que no tiene niños…

“Era sábado, un día de limpieza y de fiesta. Por la tarde me trajeron a la criatura. Cuando le pregunté a la enfermera que la llevaba en sus brazos cuántos días tenía, me contestó: ‘¡Mírela usted misma, le acabaron de cortar el cordón umbilical!’ Parecía no tener más de 24 horas de vida.

“Me cayó bien desde el primer momento en que nos vimos. Me impresionó. Fue una cosa así, a primera vista, una empatía. Cuando la cargué en mis brazos sentí como si la hubiera parido yo. Ese fue el sentimiento. Era una cosita chiquitica, delgada y pálida, muy calmadita. No lloró. Ella me aceptó.

– Doctora, ¿cómo le vamos a poner? – me preguntó Isabel.

– Imagínate tú… Bueno, mi abuela se llamaba Ana Luisa… Vamos a ponerle así. Me voy a quedar con ella.

“Un fotógrafo de nuestro equipo enseguida nos tiró la foto. Pregunté qué día era en Cuba, porque en Etiopía había diferencias en el calendario. En la Isla era 20 de octubre de 1987, Día de la Cultura Cubana.

“El guardia que la había traído ya no estaba por ningún lado. Si era verdad que volvía al frente de guerra ya debía estar allá. No se sabía nada más de él. Fuimos a la jefatura de la misión, a los kebeles (organizaciones constituidas en los barrios), le explicamos bien a la gente cómo había sido la cosa para que luego nadie dijera que nos robamos a la bebé. Nos dimos cuenta que de no recogerla no iba a sobrevivir.

“Estábamos muy embullados. En el mercado de Harar la jefa de enfermeras se encontró a una vendedora que llevaba una cesta con una pila de huevos y le dijo: ¡Hulu, hulu!, que quiere decir ¡Todo, todo! Al final le compró la mercancía con canasta incluida. Fue la primera cuna de mi Ana Luisa. Después alguien se apareció con un poco de leche en polvo, otros empezaron a buscar ropita y pañales, y me lo pusieron en las manos.

“Yo no tenía ninguna experiencia como madre, pero sabía que debía salvar a la niña. Poco a poco creé en mi cuarto del albergue las condiciones para tenerla. Allí amanecimos al otro día las dos juntas y yo le dije: ‘Bueno Anita, conmigo te vas pa Cuba, pero a mí me queda todavía tiempo aquí, así que vamos a ver cómo acotejamos esto’”.

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La primera foto de Veva y su hija Anita la tomó el fotógrafo de la misión en Harar. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

Atender a la bebé es una tarea tan dura como cualquier otra, pero a medida que los días pasan Veva se encariña cada vez más. La pequeña tiene dotes de mando a la hora de exigir su pomo de leche, y moviliza a los voluntarios encargados de cuidarla mientras mamá visita otros campamentos. Su mera presencia hace que cualquiera baje la guardia. Nunca faltan los brazos dispuestos a arrullarla.

“Empezamos a buscar la manera de llevarla a Cuba, con la gente de la misión y de la embajada cubana, hasta que obtuvimos la autorización pertinente. Estuvo conmigo allá en Harar más de un mes. Averiguamos, pero nadie apareció a reclamarla. ¡Cómo si hubiera caído del cielo a mis brazos!”

La doctora escribe una carta con una duda quemándole el pecho. Sin rodeos informa que tiene consigo una hija y quiere llevarla a casa. Pide, de ser posible, buscar a alguien que pueda criarla hasta su regreso. La respuesta de su madre no se hace esperar y le llena de paz el alma: no hay que buscar a nadie, ella misma se ocupará de su nueva nieta.

“Anita tuvo suerte. A la hora de inscribirla todo el mundo quería ser su padre. Hasta el jefe de retaguardia, que estaba allá con su esposa, se ofreció a darle su apellido, y no fue el único. Al final le puse mis apellidos cuando hicimos el proceso, no fuera a ser que otros después se enamoraran de mi niña y se la quisieran llevar”.

La enfermera Isabel Cerviño ha concluido su labor en la hermana nación. No ve la hora de llegar a su amada Santiago, donde sabe que la esperan con los brazos abiertos. Pero antes de reencontrarse con los suyos acepta cumplir un encargo: llevar a su destino una carga muy preciada y frágil. Hace un frío tremendo cuando sube al helicóptero con Ana Luisa, bien abrigadas las dos, para viajar de Harar a Addis Abeba. A la pequeña le protegen los oídos durante el vuelo. En la capital abordan un avión. Es el inicio de un largo viaje rumbo a Cuba.

Poco después, Marta, una de las hermanas de Genoveva, llega a La Habana para conocer a su sobrina. Lo que sabe sobre ella se lo debe a la correspondencia que ha llegado desde África. En el hospital militar central Doctor Luis Díaz Soto (Naval), donde hace poco la dejó Isabel al cuidado del personal médico, le dicen que espere unos días más, pero la tía no es de las que da su brazo a torcer tan fácilmente. Su insistencia persuade a los médicos. Cuando vuelve a Cárdenas lo hace acompañada.

Abuelos, tíos y primos acogen enseguida a la pequeña, que ahora tiene un nuevo hogar. La madre, desde lejos, teme que Anita no se adapte, pero una llamada telefónica o una carta le quita esa idea de la cabeza. Desde lejos le hacen saber cómo crece su hija, su reacción al ver los muñecos en la cuna, la salida del primer diente, lo rápido que gatea…

“Ya la misión se iba a acabar, pero querían que me quedara. Enseguida dije que no porque tenía que irme a criar a mi hija. Estuve un año sin verla. Mi mamá estaba vieja y había cuidado a varios nietos, pero a la mía la estaba atendiendo con mucho gusto.

“Cuando salí de Etiopía ya yo sabía que no me iba a encontrar a aquel gusarapito que había mandado para Cuba. En ese entonces decían que Anita parecía una mortadella porque estaba gordita, como se ve en las fotos. Cuando nos reencontramos en 1988, al fin me sentí tranquila”.

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El capítulo de la vida de Veva en África ha terminado, sin embargo, la aventura de la maternidad recién comienza. A pesar de sus muchos compromisos en el trabajo encuentra la manera de estar presente siempre que hace falta. Cada instante junto a su hija lo aprovecha al máximo.

Mamá no tiene una cámara propia, pero se las arregla para dejar constancia en el álbum de los momentos más importantes. Cada foto en blanco y negro capta un instante único, un pedazo de intimidad compartida, que puede revivirse, en cierto modo, cuando se vuelve a mirar. Anita es la gran protagonista: en pañales, en vestido blanco de domingo, con zapaticos de charol, con lazos en el pelo, rodeada de gente amorosa y de juguetes, feliz.

“Ella es mi única hija, es todo lo que tengo, pero decir que es solo mía sería egoísmo. Toda la familia se unió para ayudarme, y también nuestros vecinos, que han estado presentes a lo largo de su vida. Muchas personas han participado en su crianza”.

Para una madre soltera y trabajadora es difícil ocuparse de todo. Anita se queda con frecuencia en casa de sus abuelos y tías. A los tres años les da un susto de muerte. “Me voy a escapar”, le confiesa a su prima, pero nadie le cree en ese momento. Una noche de carnavales sale a la calle sin que la vean. Al rato se percatan de su ausencia y salen a buscarla. La encuentran a unas cuadras. Cuando le preguntan el motivo de su huida ella solo responde: “Mamá, casita”. El hogar materno es su refugio.

Una simple pregunta de un conocido en plena calle pone a la tía Marta a la defensiva: “¿Esa es la niña que tu hermana trajo?” Por suerte, Anita es muy pequeña y no logra captar la sutileza…todavía. A lo largo de los años han guardado muy bien el secreto. El momento de revelar toda la verdad no puede postergarse para siempre.

¿Cuál es la edad apropiada? ¿Acaso a los 10 años, a los 15 o a los 20? Para Veva ninguna ocasión parece perfecta. Toda la familia se mantiene a la espera de que ella dé el primer paso. Sencillamente, no encuentra ni el valor ni las palabras.

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La cesta de Harar cambia de manos. Cuando Veva se la entrega a su joven hija el objeto se nota más ligero, como si se hubiera despojado de un gran peso después de cargarlo durante mucho tiempo. Todavía lleva prendida en su borde una etiqueta de la aduana que le colocaron hace más de 30 años. Para las dos tiene un significado especial.

El ambiente del barrio de la ciudad de Cárdenas inunda la salita de la casa donde aún viven juntas. El traqueteo de los coches tirados por caballos se mezcla con las voces de los pregoneros y de los muchachos que juegan en la calle. En alguna cocina cercana pita una olla de presión y, segundos después, llega el inconfundible olor de los frijoles bien sazonados.

El tiempo que pasan juntas es el más valioso. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Un retrato a color de la niña sonriente que fue Ana Luisa cuelga de la pared y atrae todas las miradas. En una butaca hay ropa limpia por doblar; en el brazo de otra reposa un periódico del día anterior. Entre la joven y su madre hay un parecido evidente. No se trata solamente de algo físico. Es difícil de describir, pero la semejanza está ahí, en su modo de mirar y sonreír, o cuando hilvanan con gestos el hilo de su conversación.

Mientras sostiene la vieja cesta africana Ana Luisa se sumerge en sus propios recuerdos. De su tierra natal no conserva memoria alguna. Es una cubana más que, por cosas del destino, nació lejos de la Isla mayor de Las Antillas.

“’A mí me habían dicho que tú eras adoptada’, me soltó de pronto una compañera mientras estudiábamos en la biblioteca de la Universidad de Matanzas. ‘¡Muchacha, no! ¿De dónde tú sacaste eso?’, le repliqué. Luego nos reímos y cambiamos de tema. Sin embargo, aquello se me quedó dando vueltas en la cabeza.

“Guardé silencio y empecé a atar cabos. Recordé que a veces la gente nos veía por la calle y le preguntaba a mi mamá por mí y por Etiopía, entonces ella desviaba la conversación. Mientras revisaba los álbumes de fotos me di cuenta de que no había ninguna de mi madre embarazada. Era muy extraño, pero me callé las dudas que tenía.

“Después de terminar la carrera de Estudios Socioculturales me senté con mi mamá y le dije que ya lo sabía. Le insistí hasta que me lo contó todo. Uno siempre quiere saber de dónde viene. En ese momento hubo una lucha dentro de mí. Es una noticia difícil de asumir para cualquiera, pero creo que la acogida que me dio la familia ayudó a atenuar esa incertidumbre.

“Entendí que también para los demás había sido muy difícil tener que guardar ese secreto, porque uno nunca sabe cómo va a reaccionar la otra persona cuando se entere. Es comprensible que cueste trabajo encontrar el momento oportuno. Parece algo de novela, ¿no? Fue un poco duro, pero lo más importante es que para mí no hubo un cambio.

“Ella es mi mamá y doy gracias a Dios por eso. Yo creo que cada quien tiene un libro de la vida, y en el mío estaba escrito que ella iba a ser la persona escogida para ser mi madre. Mis tías, mis primas, los abuelos, los vecinos, todos han sido incondicionales conmigo. Siempre fui la más mimada. Siento mucha gratitud”.

Veva jura que nadie cuela el café mejor que la joven, acaso porque comparte su origen con el fruto que, según la leyenda, puso a bailar a las cabras del pastor etíope. Se sabe que en su infancia tenía una curiosa fascinación con cubrirse el cuerpo y la cabeza con cuanto trapo tuviera a su alcance, un hecho que algunos atribuyeron a las costumbres de los pueblos originarios de Harar. Otros conectaron su talento para el canto con la fama de los ancestros africanos, especialmente dotados para el arte.

Los roles han cambiado. Ahora es Veva, jubilada tras una larga trayectoria en la vida militar y civil, el centro de las mayores atenciones. No hay forma de que se quede quieta, aunque su andar se volvió algo más lento desde que sufrió una fractura de cadera. Su lucidez es envidiable. Ana Luisa divide su agenda entre la casa y el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo, donde labora como especialista. Como siempre, el tiempo que pasan juntas es el más valioso.

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Veva y su hija jamás volvieron a encontrarse con Isabel Cerviño, pero su historia en común es bien conocida entre los parientes y compañeros de trabajo de la enfermera en Santiago de Cuba. Desde su regreso de Etiopía, la cardenense solo habló una vez por teléfono con su amiga, sin embargo, el cariño no disminuyó a pesar de la distancia.

Un día tocaron a la puerta. Una amiga de Isabel que estaba de paso en Cárdenas trajo una carta con su dirección y el número de teléfono. La llamada de Anita fue una feliz sorpresa. La veterana enfermera se alegró de oír su voz y ponerse al día sobre sus vidas. También la hija de Isabel le contó que había crecido escuchando la anécdota de Veva y la niña que cayó del cielo.

Un golpe tan doloroso como inesperado fue la muerte de la santiaguera, y deshizo de un tirón los planes que tenían para visitarla. Ocurrió recientemente, a causa de la pandemia de la covid-19. Ella trabajaba en el Cardiocentro de Santiago cuando enfermó. A quienes la conocieron bien, la noticia los cubrió con un velo de conmoción y de tristeza.

Las dos mujeres a las que Isabel supo unir en la lejana Harar la recuerdan con una gratitud infinita. Cada día trae para la joven una nueva oportunidad de devolver multiplicado el amor que jamás le faltó a lo largo de su vida. Aunque lleva su cubanía con orgullo, admite que le gustaría volver a Harar, a aquella tierra dura, como una manera de viajar a la raíz.

Veva no le teme a la posibilidad. “Me gustaría que viera el lugar donde nos conocimos. Ojalá pudiera encontrar a su madre biológica, aunque es probable que ya no exista, porque todo sucedió hace mucho tiempo y allá la esperanza de vida es muy corta. Quisiera que pudiera volver a sus orígenes. Yo no me voy a poner brava ni celosa. Siempre será mi hija”.

¿Qué habría pasado con aquella recién nacida si el soldado no la hubiera escuchado llorar, si la enfermera no la hubiera llevado a los brazos de la doctora, y si esta no hubiera sentido amor desde el primer instante? Madre e hija han sabido hasta hoy permanecer tan unidas como las fibras que forman la vieja cesta etíope y la mantienen firme. En ellas se hace verdad el antiguo proverbio africano: las huellas de quienes caminan juntos nunca se borran.


La enfermera Isabel Cerviño junto a la pequeña Ana Luisa. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

Anita en su primera cuna, una cesta comprada en el mercado de Harar. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

Anita: “Siempre fui la niña mimada de la casa”. La pequeña junto a su tía Marta (izquierda) y su abuela Georgina. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

Tras volver de Etiopía empezó para Veva la aventura de su maternidad. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

El amor incondicional de la familia ha sido una constante en la vida de Ana Luisa. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

A pesar de sus múltiples responsabilidades la doctora se las arregló para estar presente en los momentos más importantes. Foto: Archivo familiar, cortesía de las entrevistadas.

: Veva: “No lloró. Ella me aceptó”. Foto: Roberto Jesús Hernández.

Madre e hija en su casa de la ciudad de Cárdenas recuerdan momentos especiales a través de su álbum de fotos. Foto: Roberto Jesús Hernández.

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