Empuñada por trovadores trashumantes, y de la mano de otras manifestaciones artísticas igualmente insurgentes, como la poesía, la canción popular mantuvo siempre entre nosotros su indeclinable vocación democrática
Los cables traen la triste noticia: Alí Primera, el popular cantante y compositor venezolano, perdió la vida en uno de los cientos de accidentes automovilísticos que ocurren diariamente en Caracas, ciudad de tráfico infernal (con su más de medio millón de vehículos) a la que, con toda razón, algunos llaman «el garaje del mundo». Tenía al morir 36 años y acababa de grabar un disco de larga duración. Alí había alcanzado fama internacional, sobre todo, con sus temas Casas de cartón y Canción bolivariana.
Algún día se escribirá la historia de la canción política en América Latina. Alí, que echó su corazón y su voz en el gran río del pueblo, y que hizo de la solidaridad revolucionaria una patria, ocupará un lugar destacado en esa historia. «Si no hay verdad en los cantores», dijo en una ocasión, «entonces no habrá verdad en el canto ni en mi esperanza». Uno de sus últimos lp se titulaba Al pueblo lo que es del César; allí se hablaba de «la canción necesaria», que «tal vez no llegue a dirigir los batallones, pero ayudará a formarlos».
Me viene a la memoria la célebre consigna que lanzó Pete Seeger en uno de sus multitudinarios recitales neoyorquinos de mediados de los años sesenta: «Si alguna vez la pluma fue más fuerte que la espada, hoy la guitarra puede más que La Bomba». La orgullosa frase del gran artista folk norteamericano, lo mismo que el epigramático comentario del ecuatoriano Montalvo cuando supo la muerte del dictador García Moreno («mi pluma lo mató»), tiene, desde luego, un carácter traslaticio, metafórico: lo que ambos querían recordarnos es que todo artista que lo sea de veras debe luchar, con los medios que le son específicos (y por los diversos y a menudo paradójicos caminos que escoge el arte en busca de su destino), para que la humanidad tenga un futuro, y para que ese futuro no sea ni una pesadilla ni un estercolero. (Aun así, a veces las metáforas sangran: Víctor Jara cantándole a la vida a cinco pasos de los fusiles que un instante después iban a hundirlo en la muerte es un ejemplo, y no el único, de que hay «guitarras» y «plumas» capaces, llegado el momento, de ponerles pecho a las balas en el sentido más recto y dramático de la expresión…).
A fines de abril de 1983 viajé a Venezuela, vía Panamá, para colaborar en un proyecto cinematográfico. Por razones que aquí no vienen al caso, aquel viaje tenía para mí tintes sentimentales. Y hubiera pasado las monótonas horas de avión y la tediosa escala panameña con la barbilla apoyada en los nudillos y la mirada perdida detrás de tercos fantasmas del pasado, si no hubiera tenido la inmensa fortuna de encontrarme con Alí en Rancho Boyeros: Alí, que retornaba a su país después de una estancia de diez días en esa nueva Capital de la Gloria, Managua.
El tiempo se nos fue –y nunca la frase hecha fue más exacta– volando. Entre cervezas y cigarros, hablamos de poesía, salsa, cine, mujeres, amigos comunes, la nueva canción, Nicaragua, la última novela de Otero Silva, los Andes (Mérida era mi destino final), y hasta de la tan llevada y traída República del Este (ese non sancto santuario caraqueño del Johny Walker donde, entre agudezas y saladitos, algunos intelectuales lloran lágrimas de cocodrilo sobre sus veleidades revolucionarias de la década del sesenta)… Las carcajadas de Alí estremecían peligrosamente los aviones, primero el de Cubana y luego el de la aerolínea venezolana, cuando yo le pagaba con algún chiste de mi patio, los que él me hacía sobre margariteños (imitando a la perfección, por cierto, el habla rápida, bisbiseante y atropellada de los naturales de Isla Margarita).
Nos despedimos en La Guaira, con un largo abrazo y confiados «Nos vemos, vale», «Nos vemos, chico». Quedaba en pie una mutua promesa: trabajar en la idea de un documental sobre la nueva canción latinoamericana. Alí sentía particular atracción por el cine; después de todo, como dijo humorísticamente Woody Allen en alguno de sus libros, ningún ser humano escapa a la fascinación del llamado Séptimo Arte, excepción hecha de los cineastas, porque ellos están obligados a almorzar y comer con y de él…
Durante varias generaciones, la canción popular latinoamericana se ha hecho eco, y a veces bandera, de las aspiraciones sociales y políticas de nuestros pueblos. Empuñada por trovadores trashumantes, y de la mano de otras manifestaciones artísticas igualmente insurgentes, como la poesía, la canción popular mantuvo siempre entre nosotros su indeclinable vocación democrática. La Nueva Canción Latinoamericana –de la cual forma parte el Movimiento de la Nueva Trova– heredó, pues, una larga tradición combatiente.
Alí Primera, una de las figuras más carismáticas de ese nuevo modo de cantar –nuevo, pero afincado en una trayectoria de más de un siglo–, no se rindió al comercialismo. Jamás renunció a la inconformidad; jamás dejó de condenar la deshumanización del hombre en el capitalismo.
A pesar de las jugosas ofertas que le hicieron para que diluyera su arte en las inofensivas aguas de la música facilona, Alí no se dejó poner jamás –como dicen los venezolanos de aquellos artistas y escritores que no claudican– «el bozal de arepas».
Bob Dylan –que luego fue digerido por el sistema, y obligado a renegar de los valores que antes había sublimado– le advertía a un cantante cuya integridad estaba siendo resquebrajada con dinero: «Creo que cuando llegue tu muerte,/encontrarás que la plata que hiciste/no te devolverá el alma…». Alí Primera nunca fue rico, ni quiso serlo. Su alma permaneció intacta: el diablo de la música amelcochada y las letras banales no pudo comprarla.
Fuente: Publicado originalmente en 1985, tomado del libro De nube en nube.
PRECISIONES
Alí primera nació un 31 de octubre de 1941, le decían Alí porque sus abuelos eran árabes.
Fue compositor, poeta, activista político y militante del Partido Comunista de Venezuela.
Se le conoce como El cantor del pueblo.
En noviembre de 1973 ya figuraba como uno de los principales compositores y cantantes populares no solo del país, sino también de América Latina. Desde entonces y hasta la fecha de su muerte, grabó 13 discos de larga duración y participó en numerosos festivales en toda América Latina.
Desde ese año se incorpora a la lucha político-electoral en el Partido Comunista, apoyando a José Vicente Rangel con el llamado a la unidad nacional.
Al salir de su apartamento, el 16 de febrero de 1985, perdió la vida en un accidente automovilístico, ocurrido en la autopista Valle Coche de Caracas. Sin embargo, pese a que su acta de defunción y los reportajes de la época certificaron la causa de fallecimiento, aún en la actualidad hay quienes piensan que fue un atentado. Es considerado una víctima más de la polarización política del Gobierno de Jaime Lusinchi.
Fuente: Telesur/ Granma.cu