Fantasiosa realidad

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Hace pocos días se realizó en Nueva York la reunión anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Como es costumbre, jefes y jefas de Estado brindaron sus informes de país, en discursos que suelen ser reflexiones acerca de su situación local o, ya en el terreno mundial, abordar problemas globales como el cambio climático, o los peligros que las guerras en distintos puntos del planeta representan para la humanidad.

En el caso de El Salvador, el discurso de su presidente de facto fue cualquier cosa menos una reflexión. Fue un simple y vulgar acto de propaganda. Uno tan burdo, pero tan ideológicamente atrasado, que coloca nuevamente al autócrata salvadoreño en pie de igualdad y sintonía con personajes tan nefastos como Javier Milei, Donald Trump, Elon Musk o Jair Bolsonaro, por mencionar algunos de los peores representantes de la más extrema derecha aislacionista en el mundo.

Todos ellos tienen algo en común, su desaforada capacidad de mentir abierta y descaradamente cada vez que les place y lo consideran útil para favorecer sus intenciones.

El mandatario dedicó su tiempo a hacer una alegoría de un país inexistente, un idílico territorio donde la libertad impera, donde no se persigue a nadie por su forma de pensar, donde la oposición desarrolla sus actividades abiertamente.

En la versión bukeleana, la economía se encamina en el rumbo correcto y la migración revierte su dinámica.  En esa versión, la población no huye desesperadamente de la carcel colectiva en que convirtieron el país, que tiene al 2.5% de su población adulta en prisión y que presenta la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, expresada en 1.086 personas por cada 100.000 habitantes.

El país donde la gente vive tan feliz que los maestros parecen no querer jubilarse porque les agrada seguir trabajando y no -como denuncian sus sindicatos-, porque las pensiones son tan bajas que no les permiten sobrevivir. No el país donde se destruye la educacion superior pública y gratuita, los programas sociales y la salud, expulsando a sus profesionales.

De lo que no cabe duda, es que El Salvador es un paraíso para los grandes especuladores inmobiliarios de viviendas de lujo. Como prueba de ello, la fracción legislativa de Nuevas Ideas acaba de reiterar su rechazo a promover la inversión en proyectos de vivienda social para la población. En cambio, aprobó disposiciones especiales para que inversores que construyan torres de al menos 35 pisos no paguen impuestos durante 15 años.

El oficialismo demuestra una vez más su orientación neoliberal. Justifica su posición en que el precio de la vivienda depende de la oferta y la demanda, y que gracias a las mejoras en seguridad los precios de la vivienda se han elevado.

Las disposiciones aprobadas implican que durante 15 años no se cobrarán impuestos sobre las utilidades que los inversores obtengan de la venta, alquiler u otras operaciones relacionadas con los espacios disponibles en las torres de al menos 35 pisos. Por eso el 88% de las nuevas viviendas que se están construyendo se orientan a ingresos superiores a $1,500. Pero en El Salvador, el 90% de la población económicamente activa gana menos de $453.

A esos especuladores, a esos inversores que solo apuntan a generar burbujas exclusivas y elitistas, es a quienes el presidente fue a “vender” el país.

Ese país en venta se contradice con la realidad. La economía, principal eje de las políticas anunciadas en el discurso inaugural del periodo de usurpación, sigue estancada, como lo demuestra la sistemática caída del nivel de las exportaciones, que en agosto registró un descenso del 5%.

El usurpador del poder presidencial habló también de libertad. No solo habló de ella, sino que presentó al mundo entero como algo bastante cercano al infierno, la oscuridad y la desesperanza, donde la libertad resulta poco menos que cosa del pasado. Salvo, naturalmente, en el faro de luz en que se habría convertido El Salvador, por obra y gracia de un régimen de excepción que todo lo resuelve y todo lo puede.

Negacionista al extremo, siguió sosteniendo en la ONU la falsa afirmación de la inutilidad de los Acuerdos de Paz de 1992.

En la visión bukeleana de la vida, el mundo es aquel que el Dante retrata como infierno, y en ese escenario solo El Salvador representa esperanza para la humanidad porque “ya hemos estado allí y hemos logrado salir” para mostrarle al mundo el ejemplo a seguir. Por supuesto para inducir a esa lógica, el discurso del autócrata rebosó de falsedades (sofisticadas o burdas, pero falsedades todas).

En ese universo, paralelo y fantasioso, no existe el 1.9 millones de pobres sobre 6.5 millones de habitantes, que su propio gobierno reconoce en sus informes, ni existe una galopante crisis alimentaria; no se trata de un país con 2.5 millones de quintales de déficit en producción de granos básicos debido al abandono del campo por el Estado, y que por ello los alimentos deben ser en su mayoría importados.

En ese país la deuda pública no roza el 90% del PIB sin que se sepa siquiera en que se gastan esos fondos, porque el presidente habla de libertades, pero la libertad de informarse no figura en su radar.

Si de convencer gente se trataba, el repetido discurso presidencial (porque en rasgos generales, aunque en esta ocasión la narrativa haya sido particularmente enfermiza e irreal, no se diferencia mayormente de ocasiones previas ante la misma audiencia mundial), en los años que lleva repitiéndolo no ha logrado aumentar la atención financiera favorable, porque el país paradisíaco que pretende vender sigue registrando la más baja inversión extranjera del Continente.

Según la fantasía presidencial la libertad de expresión se habría perdido en todos lados menos en El Salvador. No importa que su régimen tenga presos más de un centenar de opositores, y muertos en las cárceles, que fueron sus colaboradores y amigos.

Tampoco parece afectar “la felicidad general” que haya rebajado la edad penal para juzgar a los menores de hasta 12 años como adultos, o que los perseguidos huyan en todas direcciones fuera del país, no solo hacia el Norte como solía suceder, o que México vuelva a registrar escandalosas cifras de personas solicitando refugio, provenientes del paraíso que proclamaba el mandatario salvadoreño desde su tribuna internacional.

El discurso presidencial omitió aceptar que su régimen recurre a prácticas delictivas para callar las voces críticas: desde el Régimen de Excepción como amenaza siempre latente al disenso, hasta el uso de software espía como Pegasus para vigilar a quienes ejercen su derecho de acceso a la información pública, el periodismo de investigación, o simplemente su derecho a saber. 

El mismo día que el presidente le hacía creer al mundo que en El Salvador se respeta la libertad de expresión, una periodista que cubría una protesta fue coaccionada por un policía para que borrara sus fotografías.

El comisionado presidencial para los Derechos Humanos y la libertad de expresión, Andrés Guzmán, lejos de condenarla justificó la acción, refugiándose en un supuesto derecho a la privacidad.  Pero desde 2010, una resolución de la Sala de lo Constitucional estableció que “aquellas personas que influyen en cuestiones de interés público se han expuesto voluntariamente a un escrutinio público más exigente y, consecuentemente, se ven expuestos a un mayor riesgo de sufrir críticas, ya que sus actividades salen del dominio de la esfera privada”.

La libertad de expresión es también tener acceso a información, pero este régimen bloqueó ese acceso a todos los niveles, desde los gastos de pandemia, hasta los datos de la negociación del TLC con China. Defendió con enjundia la propiedad privada pero solo la de él, su familia y su élite de amigos en el mundo; al resto les expropia a gusto las tierras a medida de sus necesidades.

Como sus colegas fascistas del continente, el mandatario critica todo tipo de organización supranacional (ONU, OEA, UE, Corte Penal Internacional, etc.) escudándose en una falsa defensa de la soberanía. En realidad, está adelantándose a lo que vendrá más temprano que tarde, cuando esos organismos se sumen a las críticas y protestas populares ante las vulneraciones de todo tipo de derechos, humanos, pero también ciudadanos, cívicos, sociales y económicos, que se producen desde hace mucho tiempo en El Salvador.

Esa maniquea interpretación de soberanía busca, por sobre todas las cosas, mantener su dominio dictatorial y resistir las presiones externas sobre un despiadado y corrupto régimen liderado por el clan familiar.  

Rechazar las críticas externas y reprimir las resistencias internas es la forma que le va quedando a esta élite corrupta para mantenerse en el poder ilegalmente y seguir llevando el país a situaciones que evocan la pre-guerra.  Así cobra sentido el sinsentido del discurso presidencial en la ONU, que tal vez no causó tanta risa y comentarios sarcásticos como la intervención de su colega argentino, Javier Milei, pero sin duda contiene iguales dosis de perversión y peligrosidad.

Hace una semana sosteníamos que el régimen había perdido la iniciativa en las redes sociales. Su discurso en la ONU parece mostrar que también perdió el sentido común, el raciocinio, la capacidad o el interés de darse cuenta hasta donde hunde el país que considera su finca.