Infamias y cobardías
El 15 de septiembre, el presidente de El Salvador anunció oficialmente su decisión de continuar violando la Constitución y las leyes de la República al bucar ilegalmente su reelección.
Con ese acto, aún impune pero que será sin duda juzgado no solo por la historia sino por la justicia de los pueblos, el jefe del clan que ha convertido al país en una dictadura populista de corte neofascista, daba por cerrado el periodo del desmontaje de las bases institucionales del Estado Constitucional y Social de Derecho, para pasar a encabezar un régimen dictatorial con máscara democrática.
Se trata de una de aquellas democracias de excepción, cuyo término acuñara el analista político Hugo Moldiz, pero que en el caso salvadoreño encaja perfectamente con el sistema en que transcurre: en el marco general de una estado de excepción permanente, que lleva seis meses instalado y que se renueva a gusto y decisión de quienes pretenden controlar el país y sus expresiones político-sociales, en cada una de sus manifestaciones; es decir, una democracia basada en el autoritarismo y la limitación drástica de las libertades pero que, no obstante, mantiene temporalmente un consenso social básico que le permite continuar ejerciendo su dominación hegemónica,en este caso bajo el supuesto del control de la violencia que ejercen lo criminales y pandilleros.
Un discurso vacío como la sala donde lo expuso
El presidente anunció su decisión asociándola a elementos de independencia y autodeterminación política nacional, descartando dentro de su lógica, consideración alguna hacia una legalidad que desprecia y pisotea si entorpece sus planes y proyectos autoritarios, pero a la que se aferra si con ella puede perseguir y encarcelar adversarios.
Nuevamente recurrió a su narrativa de negación de la historia para sustentar que se trata de “la primera vez que El Salvador es libre y soberano”, y para reafirmarlo, aprovechó a “curarse en salud” rechazando cualquier opinión contraria a su decisión, que proviniese de la comunidad internacional. Sin embargo, se ponga como se ponga el dictador, la comunidad internacional se expresó con elocuencia, rechazando todo tipo de maniobras violatorias de la legalidad. Tal vez esperando explotar a su favor una imagen internacional que no creía tan desgastada, esta semana recién pasada irrumpió en la Asamblea General de las Naciones Unidas para arengar a un auditorio inexistente, en una sala tan vacía como sus argumentos.
Como ya ha hecho en otras ocasiones, adoptó poses discursivas de un falso antiimperialismo para reclamar una hueca evocación a una independencia sin contenidos. Pretendió “vender” sus planes de seguridad, pero olvidó a las víctimas torturadas y asesinadas con la excusa de esos mismos planes; habló de libertad pero no de las cárceles repletas, los juicios colectivos, la indefensión y las muertes.
La libertad, autonomía e independencia de las que habla el mandatario permite a los
salvadoreños morirse de hambre libremente, o usar su “autonomía y autodeterminación” para huir del país en caravanas de sufrimientos indescriptibles. Su discurso fue más parecido a los que pueden encontrarse en los guiones cinematográficos hollywoodienses que a lo esperado de algún político que, aunque mediocre, adopte alguna pose de Estadista. En este caso, las diatribas sin sentido expresadas desde el podio de la asamblea de naciones fueron retomadas casi exclusivamente por el servil grupo de fanáticos que se ganan la vida pretendiendo ser legisladores de la bancada oficialista y no los pasapapeles del Ejecutivo que en realidad son.
Pero no solo fue rechazado desde la comunidad internacional sino que lo fue también desde la diáspora salvadoreña, aquella que hace tres años contribuyó a llevarlo al gobierno. Esta situación explica el creciente aislamiento a que el propio régimen se somete al blindarse, a base de insultos y exabruptos presidenciales, ante cualquier tipo de crítica o cuestionamiento al mandatario y sus ínfulas autocráticas, vengan estas de dentro o de fuera del país.
Si hacia el exterior la respuesta de este clan autoritario es el aislamiento, hacia el interior de El Salvador recurre a la represión y al miedo.
Cuando hablamos de represión no debemos pensar exclusivamente en el sentido físico de la persecución (aunque este método es utilizado de manera recurrente, y para eso cuenta con fiscales y jueces venales y una legislación represiva ad-hoc, conocida como régimen de excepción), sino en el más sutil, profundo y determinante de la auto- marginación, la auto-censura, el silencio ante el peligro de expresarse o, peor aún, acompañar sin cuestionar las decisiones ilegales del gobierno para evitar señalamientos, agresiones y la muerte civil a la que con frecuencia el régimen condena a su ciudadanía crítica a través de las redes sociales, detrás de la cual se cierne la amenaza de la cárcel o el exilio.
La infamia del servilismo y la cobardía
Si bien todas las formas previamente mencionadas pueden justificar actitudes de autoprotección ciudadana para preservar su seguridad, su vida, su estabilidad laboral y hasta su limitada libertad, no sucede lo mismo cuando son figuras públicas, representantes de respetadas instituciones las que actúan con cobardía o servilismo. Esto último acaba de suceder con un representante de la más alta jerarquía católica, que tomando ventaja de su posición de autoridad moral ante el pueblo, justifica la violación de la Constitución, el quebrantamiento de las leyes por el gobierno, la imposición de la injusticia y, sobre todo se alinea con los enemigos del pueblo.
El arzobispo Escobar Alas, nos retrotrae con su actitud impresentable, al justificar desde el altar la injusticia y el pecado, a los tiempos de aquella iglesia cobarde que vivía a espaldas del pueblo, encerrada en templos que se parecían más a los oratorios para venerar vacas sagradas y becerros de oro, que a la iglesia del Cristo-pueblo, aquel que caminaba predicando con el ejemplo, sufriendo junto a su pueblo y con la actitud más revolucionaria que pueda existir: diciendo la verdad.
Aquella iglesia reaccionaria no reconocía ni siquiera a sus propios mártires, laicos o consagrados, si lo eran por ponerse del lado del pueblo. Fueron Rutilio Grande, Moneñor Romero, las monjas Maryknoll, los mártires de la UCA y muchos otros curas y monjas anónimas así como infinidad de feligreses que, como en el resto de Nuestra América, pusieron su vida al servicio de la Iglesia verdadera, la iglesia del Jesús de los pobres, y que con los pobres caminaron y murieron.
La iglesia católica salvadoreña, su más alta jerarquía, ha cometido el peor pecado que puede cometer frente a su pueblo: mentirle, y hacerlo adrede. Con ello, se aleja no solo de la verdad sino que guía a su feligresía por el camino del error, del dolor, y del pecado, porque no hay pecado más grande que guiar al pueblo a su derrota, a su fracaso, a la senda del dolor en beneficio de los poderosos. Un arzobispo que ha tenido, además, una actitud pasiva ante el sufrimiento de la gente humilde que llega a pedirle ayuda ante el encarcelamiento de sus familiares, pero que ha demostrado una notable tolerancia e indiferencia ante las denuncias de excesos y violaciones a los derechos de esas mismas personas por parte de las autoridades.
Con su actitud Escobar Alas se suma a las tácticas de manipulación, engaño y división del gobierno de El Salvador. Una vergüenza, que solo la propia Iglesia podrá limpiar, corregir, revertir, para volver a ser una vez más la iglesia de los humildes y los olvidados.
RLL