Coyuntura semanal al 30 de mayo 2022
Se ha vuelto un lugar común hablar de Dictadura al referirse al gobierno de El Salvador, y el autoritario régimen ejercido por el clan celeste, que campea a sus anchas por el país como si se tratara de una suerte de sultanato o califato, donde solo la voluntad del jefe supremo importa, vale y, además, es ley.
Al cumplirse esta semana tres años de gestión, diversas casas de estudios superiores con capacidad para elaborar encuestas han desarrollado estudios de opinión para evaluar al gobierno. Los resultados pueden resultar desalentadores para algunos, pero para otros representan mucho más que una simple lectura de “una foto del momento”, como suelen repetir hasta el hartazgo mediocres políticos con escasa creatividad, que han sobrepoblado la vida limitadamente democrática de El Salvador.
Aquella democracia restringida que ha experimentado el país desde la firma de los Acuerdos de Paz puede hoy ser declarada virtualmente inexistente, desde que un grupo de populistas neofascistas se tomaran el Estado por asalto. No obstante, los “diplomáticos organismos internacionales” prefieren referirse a un “régimen híbrido” (aunque reconocen que va camino a una autocracia personal), esperando con ello no romper puentes con el régimen ni ofender al autócrata, que ejecuta a placer desde CAPRES su voluntad como ley. Otros estudiosos de la temática, como el catedrático e investigador boliviano Hugo Moldiz Mercado, se refieren a estos regímenes como “democracias de excepción”, cada vez menos excepcionales en un mundo donde las democracias liberales hace mucho tiempo que dan signos de agotamiento.
Esa es una posible lectura de la realidad salvadoreña, si la vemos a la luz de la arbitrariedad, brutalidad y abusos de poder, rodeada de un tufo a impunidad que asquea, presentada como cotidiana y dolorosa vivencia para sectores de la sociedad salvadoreña que no encuentran a
quien acudir cada vez que vulneran sus derechos desde el Estado, incluyendo en muchos casos, el derecho a la vida misma. Impunidad e injustica es lo predominante en esa lectura.
Pero hay otras, muchas otras, y queremos detenernos en una que se puede extraer de las cifras que muestran los estudios de opinión dados a conocer en la última semana.
Esos datos nos dicen que, según la opinión mayoritaria de los encuestados por la Universidad Francisco Gavidia, el presidente goza de una alta popularidad (8.34 puntos), habiéndose recuperado de una relativa baja (7.4 en 2021, a consecuencia de sus pésimas decisiones relacionadas al Bitcoin, políticas que nunca fueron apoyadas por el pueblo salvadoreño), alcanzando hoy niveles excepcionales de popularidad gracias a las medidas de represión extrema contra las comunidades más pobres y vulnerables del país. La llamada guerra contra pandillas y el decreto de régimen de excepción, renovado por tercer mes consecutivo por la oficina de gestión de decretos presidenciales en que han convertido al parlamento salvadoreño, ha sido la herramienta de mercadotecnia y manipulación que se adecuó a las necesidades presidenciales de sostenerse “en la cima del mundo”.
El régimen de excepción que sufren los salvadoreños desde hace 2 meses y que seguirán sufriendo al menos un mes más, incluye el espionaje telefónico a ciudadanos y prensa, para lo cual sus diputados le acaban de aprobar más de U$S10 millones; extiende de 72 horas a
15 días las detenciones administrativas; promueve y ejerce una permanente acción militar y policial de terror sobre las comunidades más pobres del campo y la ciudad, deteniendo en flagrancia o allanando sin necesidad de orden judicial alguna. Pero, además, recurriendo a la tortura sistemática y diaria de más de 32mil prisioneros (hombres y mujeres) capturados en los dos meses que lleva la medida.
La visita a internos no se permite; tampoco enviar alimentos, medicamentos o ropa. La disminución de la comida a los reos por orden presidencial se suma al encierro permanente, los maltratos y la falta de asistencia médica, agua, etc. Las cifras de muertes se acumulan en las cárceles mientras crecen las amenazas de epidemias de todo tipo por insalubridad y hacinamiento al interior, paralelamente los familiares viven en angustia y desesperación, durante la espera interminable a las afueras de las cárceles, en muy precarias condiciones.
Sin embargo, ese régimen propio de los centros de tortura y exterminio de las peores dictaduras del siglo pasado en Nuestra América y en otros lugares del planeta es, según lo que nos dicen las encuestas más recientes, como la que acaba de presentar el IUDOP, ampliamente apoyado por la población:
“En general, la población aprueba el estado de excepción. Así lo refleja la última encuesta del Iudop, realizada entre el 22 de abril y el 7 de mayo, es decir, cuando la medida rondaba el mes de aplicación. A nivel nacional, el 78.7% de la población percibe que desde que el estado de excepción entró en vigencia, la delincuencia ha disminuido; un 14% cree que sigue igual. En la zona rural, el porcentaje se eleva (81.5%) mientras disminuye en el área urbana (76.8%). La valoración positiva se expresa también en que 58 de cada 100 personas encuestadas creen que la medida es muy efectiva para recuperar los territorios y en que el 66.6% piensa que el país estará mejor si se extiende el estado de excepción. Sin duda, la mayor parte de la gente lo aprueba, como lo refleja la calificación de 7.99 que a nivel de nacional se le da a la medida de imponer el régimen.”
Sin embargo, junto a esos preocupantes niveles de aprobación, existen datos que permiten explicar en parte semejante despropósito social, como es la aceptación o declinación – podríamos decir que consciente-, masiva y pasiva de derechos y garantías por parte de una considerable porción de la población salvadoreña.
Al excavar algo en esas cifras hay diferencias entre el campo y la ciudad, siendo la población rural la más favorable a las medidas del régimen. Al mismo tiempo, se revela en las cifras que, de los que apoyan las medidas pocos tienen idea de los derechos que estas conculcan. Aprueban, finalmente, por lo que dicen los medios del régimen, que bombardean día y noche con su información sesgada.
Por otra parte, existen más diferencias que las referidas a lo rural o lo urbano. También apoyan más quienes menos niveles de educación han alcanzado, quienes ocupan los umbrales más dramáticos de pobreza, y quienes no suelen tener más acceso a información que la propaganda oficialista.
Tampoco la pretendida percepción que venden acerca de la sensación de seguridad de la población que respalda las medidas tiene una sola lectura. La primera que podemos señalar es que parece normal que alguien dedicado a delinquir evite hacerlo cuando está en desarrollo un despliegue masivo de fuerzas militares y policiales en el territorio nacional. Es
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pues natural, que durante ese periodo los delitos (cometidos por aquellos delincuentes que no financia el gobierno) se reduzcan y contribuyan a generar una sensación de seguridad. Pero, además, las respuestas de los encuestados reflejan que esa supuesta sensación de seguridad que declaran, no aplica a las condiciones que perciben en sus lugares de residencia. Se puede deducir entonces que el efecto de la propaganda también debe registrarse como un factor en esa ecuación.
Finalmente, los delitos que han disminuido son los habitualmente atribuibles al crimen organizado en pandillas, no así los llamados de cuello blanco, a cargo de altos funcionarios de gobierno, incluida la “familia real”, es decir los hermanos y parentela del presidente, círculo de amigos y demás. Esos siguen despojando al país con el beneplácito de los órganos de poder previamente tomados por asalto a lo largo de estos años de gobierno.
No obstante, y más allá que las cifras, como hemos visto, puedan relativizarse, lo que debe preocuparnos y motivarnos a intentar dar explicaciones al fenómeno, es que una mayoría importante de la población no solo apoya al presidente y sus desvaríos mesiánicos, sino que entrega sin la más mínima mueca de resistencia su propia autonomía, su libertad, su destino, sus derechos, sin tener en realidad una sola señal que indique avances positivos en sus condiciones de vida, más allá de las promesas de un brillante futuro para todos, si cumplimos con el deseo presidencial de seguir creyendo en él y en sus maquetas.
Ese debe ser el motivo de preocupación para quien se plantee la búsqueda no solo de medidas de resistencia ante el régimen, sino de organización popular para la lucha masificada. Y allí debemos comprender y estudiar en detalle la composición de la sociedad salvadoreña, su composición de clases, pero también su psicología. Se trata de una sociedad y un pueblo profundamente conservador, que demostró esa característica ya en los días de la guerra popular revolucionaria. Así como había masivos apoyos al FMLN y a las fuerzas revolucionarias también había, y casi en igual proporción, segmentos importantes que apoyaban a la dictadura y a la oligarquía.
En segundo lugar, ese carácter conservador debemos medirlo en términos relativos a la educación de nuestro pueblo, a los bajos niveles -en calidad y cantidad- de la educación formal así como a la educación política, interpretación de la historia, acceso a los detalles de la memoria histórica y de luchas del pueblo salvadoreño y centroamericano, entre muchos otros factores. Ya hemos subrayado en estas páginas en ocasiones anteriores la severa responsabilidad histórica que le cabe a los gobiernos del FMLN por no haber utilizado el poder del Estado para cambiar radicalmente la curricula y los programas de estudio, rompiendo con la lógica hegemónica impuesta por las clases dominantes, que supieron desde el poder construir su propia versión de la historia, la cual sigue hoy sin disputa desde una versión que recoja las luchas y aspiraciones del pueblo a lo largo del extenso periodo que va desde las batallas de resistencia contra las invasiones españolas hasta nuestros días.
Pero también se trata de un pueblo que transcurrió la inmensa mayoría de su historia siendo gobernado por fuerzas y personajes autoritarios, dictatoriales, autocráticos, represivos y paternalistas. Esos elementos fueron moldeando una personalidad social que se refleja hasta hoy en diversas encuestas, donde se manifiesta la disposición de sectores del pueblo a conceder parte de sus libertades si quien lo gobierna le garantiza niveles más o menos aceptables en sus condiciones de vida material, y esto incluye la extrema dependencia del
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asistencialismo. Esta revelación de un profundo atraso político de masas populares, se expresa también al responder mayoritariamente de manera afirmativa a la opción de restringir libertades democráticas y preferir un gobierno autoritario que asegure su bienestar.
Por supuesto, también esa historia de autoritarismo generó en otras capas del pueblo un espíritu de rebeldía y resistencia, de valorar y luchar por las libertades, y por la conquista de avances sociales colectivos a fuerza de luchas. Esas dos caras de la sociedad, expresadas en el pueblo salvadoreño también colisionaron en la guerra. Hoy, una parte importante de aquellos sectores políticamente atrasados y por lo tanto mucho más fácilmente manipulables, constituye la base social del régimen. El asistencialismo como política oficial, las demostraciones de “fuerza”, la imposición, el rechazo al diálogo, percibido como debilidad, constituyen elementos políticos que admiran, o al menos valoran, esos segmentos.
Nada de eso es nuevo. La popularidad del mandatario, que sabe tocar las fibras sensibles de su masa, fomentando odios que vinieron incubándose durante generaciones, no es muy distinto de la capacidad de manipulación y control de masas de los regímenes fascistas italianos y alemanes de las primeras cuatro décadas del siglo XX. También aquellos demostraron insólitos niveles de apoyo de masas, los discursos de sus líderes parecían hipnotizar multitudes. Eso, sin embargo, no excusó a esos pueblos de su responsabilidad histórica, de su complicidad con los criminales; no fue suficiente decir que “no sabían” acerca de las atrocidades cometidas, porque quienes no combatieron el fascismo fueron cómplices por acción o por omisión. También esa debe ser una lección para el pueblo salvadoreño.
Nuestra acción política no puede limitarse a esperar el ascenso en la conciencia del pueblo, o apostar al desgaste natural de un régimen que ya tiene demasiados frentes abiertos. Nuestra labor es educar, trabajar, denunciar, desmontar las mentiras, debatir y organizar y luchar en todas las trincheras. Si un alto porcentaje justifica los desmanes del régimen no es menos cierto que un porcentaje casi igual del pueblo los rechaza y denuncia. La lucha también se manifiesta en la disputa por ganar una correlación de fuerzas favorables.
Son muchos los factores que juegan contra el régimen, y no es menor entre ellos una crisis económica y financiera que pone al Estado al borde de la ruina, por más que sus burócratas se esfuercen en poner “cara de póker” en televisión, asegurando que todas las deudas se pagarán. Lo cierto es que aún tienen de donde extraer recursos, pero será a fuerza de hundir más todavía las finanzas, o de confiscar fondos de los trabajadores, ya sea por la vía de las pensiones o por utilizar las reservas bancarias, aumentando deuda interna a costa de los ahorros de la gente.
El régimen ya tiene dificultades para pagar salarios y proveedores, pero además está obligando al retiro a miles de trabajadores de la policía, del sistema judicial y en general empleados públicos, mientras amenaza con la misma medicina amarga al magisterio. Y lo hace sin ofrecer condiciones dignas de retiro. Recurre nuevamente al autoritarismo y la arbitrariedad. Toda esta situación genera descontento y frustración en sectores que han sido afectos al régimen. Es entonces previsible que nuevos sectores empezarán a mostrar su rechazo y pasarán a la oposición. Será nuestro deber sumarlos a la lucha.
El espejismo de la seguridad solo podrá mantenerse a fuerza de renovar el régimen de excepción, pero es importante recordar siempre que ni la dominación hegemónica ni la hegemonía dominante pueden lograrse exclusivamente a través de la coerción, mucho menos
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a fuerza de represión permanente. Por eso, la represión abierta, desnuda, resulta ser el último recurso para la burguesía, no solo porque revela su esencia sino porque no asegura ni garantiza un proceso de dominación prolongada.
Saber explotar las contradicciones del régimen, escuchar atentamente a la gente, sus malestares e ideas, abrir las fuerzas revolucionarias al trabajo amplio de base territorial, romper con el internismo, despojarnos de aspiraciones y taras electoreras, para acumular fuerzas detrás de un proyecto amplio, que convoque a las y los salvadoreños a un proceso de recuperación y salvación nacional, ante un gobierno desquiciado que ha demostrado hace tiempo que jamás se apartará de su fin último de esquilmar hasta el último centavo de los recursos públicos en favor de su grupo de poder emergente. Y eso lo hará, como lo viene haciendo, pasando por sobre los cadáveres de quienes se le opongan. El régimen ha demostrado con creces que su único objetivo es permanecer en el poder; la tarea de las y los revolucionarios será trabajar con las grandes masas del pueblo en la tarea de acumular desde la resistencia hasta echar abajo el oprobioso régimen criminal que tiene secuestrado a El Salvador.
El régimen no cederá por las buenas, lo hará cuando la presión lo obligue; como no cedió de buena gana la libertad, aunque sea restringida, de nuestras compañeras Erlinda Hándal y Violeta Menjivar. Las tuvo hasta cuando pudo, no hasta cuando quiso. Es bueno no olvidar esas lecciones.
RLL