Ningún agente patógeno ataca con tanta ferocidad la salud de la población como lo hace el presidente de la república, Nayib Bukele.


Antes de llegar el COVID-19, Bukele despidió ilegalmente a miles de empleados y empleadas públicas, incluyendo mujeres embarazadas y personas con discapacidad, cerró programas sociales y atacó la reforma de salud. También dijo que quería quemar a políticos opositores y dio un Golpe de Estado Parlamentario que no pudo sostener.


Al llegar el COVID-19, el presidente siguió irrespetando el marco legal, aumentó los infundios contra sus opositores y despreció al personal de salud, al que no le proporcionó los equipos e insumos necesarios para luchar contra la pandemia.


Bukele estimula el odio de sus seguidores fanatizados y expresa su deseo de asesinar a los magistrados de la Sala de lo Constitucional, a quienes acusa de querer la muerte del pueblo.
Cuando el presidente da una conferencia de prensa utiliza como armas la diatriba y la manipulación. Y cuando la conferencia termina, se profundizan el caos y la confusión.


Por su comportamiento violento, manipulador e ilegal, el presidente no solo es un problema político para el país, sino un problema de salud pública. 
Sin embargo, Bukele no es tan fuerte como aparenta, pues las armas que utiliza son propias de los cobardes y débiles.

Su figura “autosuficiente” solo esconde una personalidad carente de autoestima y apoyada en un poder antinacional.
El presidente y su grupo representan una regresión temporal.

El pueblo no permitirá un régimen fascista, cuyas premisas históricas son la derrota violenta de las fuerzas revolucionarias en un contexto de resquebrajamiento del bloque de poder.

Esas premisas no están presentes.
Una parte de la población sigue momentáneamente confundida con el presidente, pero el pueblo salvadoreño no convertirá en un mesías al principal agresor de su condición humana.

Por Rigoberto Palma


14 de agosto de 2020

Comandos del Ejército ocuparon la Asamblea Legislativa el domingo 9 de febrero.